Artículo original de: JAVIER CERCAS
No la habrá. No, al menos, como la de 1977, una amnistía que dejara impunes los desafueros cometidos por los líderes del procés (otra cosa son los desdichados de a pie que se envenenaron de mentiras, furia y fanatismo, para los cuales cabría imaginar medidas de gracia). Ya sé que todo indica que puede haberla, empezando por una foto inverosímil de la vicepresidenta del Gobierno en funciones, Yolanda Díaz, echándose unas risas en Bruselas con un prófugo de la justicia acusado de delitos gravísimos, cuyo apoyo teledirigido en el Parlamento necesita la coalición gubernamental para seguir en el Gobierno: un gesto, hasta donde alcanzo, inédito en una democracia, que guarda la misma relación con la izquierda que el tercer principio de la termodinámica con el bacalao a la vizcaína. No: no habrá amnistía. Intento argumentar por qué.
No soy constitucionalista, pero basta con un poco de sentido común para entender ciertas cosas. Hay quien dice que es constitucional todo aquello que la Constitución no prohíbe de forma explícita y que por lo tanto la amnistía, que no está explícitamente prohibida por la Constitución, es constitucional. Podría ser, pero, que yo sepa, los sacrificios rituales de seres humanos tampoco están prohibidos de forma explícita por la Constitución, y no por ello parecen una práctica demasiado recomendable. Lo que sí desautoriza explícitamente la Constitución son los indultos generales (artículo 62.i). Ahora bien, una amnistía no es un indulto general, sino mucho más que eso, de lo que se deduce que la Constitución la desautoriza mucho más, por lo mismo que está mucho más desautorizado circular por una autopista a 220 kilómetros por hora que hacerlo a 120: una amnistía no equivale al perdón, ni siquiera al olvido; una amnistía equivale al borrado del delito: a declarar que el delito jamás existió. Ese fue exactamente el sentido de la amnistía del 77, que sirvió para cerrar el franquismo y abrir la democracia. Contra lo que creen algunos, aquella amnistía no la reclamaron los franquistas, sino los antifranquistas (“Llibertat, amnistia, Estatut d’autonomia”, coreaban por entonces las manifestaciones), y se promulgó para suprimir los delitos de los antifranquistas, no los de los franquistas (otra cosa es que se usara luego, de forma torticera, para limpiar desmanes franquistas); ese fue el sentido profundo de aquella ley crucial, eso fue lo que dijo: que el franquismo no tenía razón, que su legalidad era un fraude, que quienes tenían razón eran los antifranquistas y que sus supuestos delitos nunca existieron; aquella amnistía deslegitimó en la práctica el franquismo y legitimó el antifranquismo: ahí radica en parte la legitimidad de nuestra democracia.
La hipotética amnistía actual obraría como la del 77, pero a la inversa: diría que en Cataluña, en 2017, nuestra democracia no tenía razón, que su legalidad era un fraude, que quienes tenían razón fueron los catalanes que arremetieron contra ella—y no los que mejor o peor la defendieron— y que sus delitos fueron un invento de un régimen ilegítimo; así que, además de deslegitimar a Pedro Sánchez y a su partido —que en 2017 apoyaron la suspensión temporal de la autonomía catalana para defender las leyes democráticas frente quienes habían intentado pulverizarlas—, la amnistía deslegitimaría la democracia legitimando a quienes la atacaron. No sólo es una cuestión legal; es, sobre todo, una cuestión política y moral. Un viejo socialista ha dicho que la amnistía sería una condena de la Transición; no es así: en la práctica, sería una condena de la democracia entera (una democracia de cuya legitimidad nadie en el mundo duda). Me niego en redondo a creer que el presidente Sánchez vaya a cometer semejante desatino.
Algunos socialistas pregonan que la amnistía es necesaria para la reconciliación de los catalanes; también, que sería el fin definitivo del procés. Y yo me pregunto: si el PSOE considera que no puede haber reconciliación sin amnistía y que ésta tendría efectos tan benéficos para los catalanes, ¿por qué no incluyó esa medida en su programa electoral? ¿Por qué no nos explicó antes sus virtudes sanadoras? ¿Por qué la rechazó taxativamente, en el Congreso y en todas partes, hasta que los secesionistas se la han exigido como condición para formar Gobierno? No nos tomen el pelo, por favor. No existe ningún “mandato democrático” que autorice al PSOE a promover una amnistía, porque esa medida no figuraba en su programa electoral. La reciente victoria socialista en Cataluña no significa que sus votantes le hayamos dado carta blanca al PSC-PSOE, ni siquiera que aprobemos cuanto ha hecho el Gobierno socialista; significa sólo que muchos catalanes confiamos en que el PSC-PSOE puede hacer progresar nuestro país y fortalecer nuestra democracia mejor que cualquier otro partido. Pero no les quepa duda: si dejamos de creerlo, dejaremos de votarlos, en cuyo caso y por lo pronto su partido no alcanzará la presidencia de la Generalitat, lo que acabaría con la esperanza más verosímil del inicio de un arreglo real para el llamado problema catalán; la amnistía, salta a la vista, no haría más que exacerbarlo, o al menos contribuir a enquistarlo: al fin y al cabo, sería una forma inequívoca de darles la razón a los promotores del procés, que jamás han pedido disculpas por sus desmanes y a cada paso amenazan con repetirlos (si pidiesen disculpas, si los responsables de 2017 reconocieran sus errores y prometieran no volver a incurrir en ellos, tal vez podría empezarse a hablar, con todas las salvedades y cautelas posibles, de nuevas medidas excepcionales, pero esa posibilidad jamás se ha planteado). Dejo para el final un último argumento —el más elemental y el más hiriente— que demuestra el error flagrante de una amnistía general: en España, una inmigrante rumana de 18 años puede ir a la cárcel por robar un bolso —yo lo he visto—, pero una amnistía permitiría que no respondiese ante la justicia todo un presidente de un Gobierno autonómico que —lo vimos todos— malversó millones, violó a conciencia nuestras normas fundamentales, empezando por el Estatut y la Constitución, y colocó Cataluña al borde del enfrentamiento civil y la ruina económica; en otras palabras: castigo ejemplar para los débiles e indefensos, impunidad para los poderosos. ¿Dónde quedaría aquí la igualdad ante la ley que promete la democracia? Y, ¿qué demonios quedaría entonces de la izquierda?
No habrá amnistía, no como la del 77: me niego a creerlo. Los adversarios de Pedro Sánchez han forjado una leyenda según la cual el presidente es un tipo capaz de vender su madre a una red de explotación sexual con tal de seguir en La Moncloa.
Muchos no nos la hemos creído, y por eso le hemos continuado votando. Sí: es posible que los Maquiavelo de turno le estén diciendo que a quién le importa que la amnistía sea inconstitucional, que patada a seguir y que ya la declarará en unos años inconstitucional el Tribunal Constitucional, si es que tiene cuajo para hacerlo; o que le estén aconsejando que vista a la mona de seda y —digamos— llame Ley de Empatía a la Ley de Amnistía, que seguro que cuela. No puedo creer que el presidente les haga caso: nos dará la razón a sus votantes, se la quitará a sus adversarios; mejor dicho, aprovechará esta oportunidad de oro para darles una buena lección: les demostrará que, para él, como para cualquier político de verdad, es más importante el futuro de la democracia que el presente del poder. No desaprovechará la ocasión.