Artículo original de: The Objetive
Por Fernado Savater

En un artículo reciente (La recesión encubierta, El País, 30/X/23), el destacado politólogo Moisés Naím se preguntaba: «¿Qué es el Estado de derecho? Pues una serie de instituciones que garanticen que la sociedad funciona sobre normas explícitas que se hacen cumplir imparcialmente. El concepto abarca muchos aspectos: los límites al poder gubernamental, la corrupción, las decisiones transparentes del Gobierno, la protección de derechos civiles fundamentales, el orden público y la seguridad ciudadana, el cumplimiento de normas y reglamentos y, en general, el buen funcionamiento de la justicia». Y concluye Naím, de modo que me parece irrefutable: «La democracia sin Estado de derecho es hueca». Mala noticia para los ciudadanos españoles, porque resulta evidente que, de acuerdo con la descripción que acabamos de leer, el sonido que envía nuestra democracia a quien la ausculte retumba como un cántaro vacío. Las normas no sólo no son explícitas, sino que se contradicen y desmienten a cada poco, no se cumplen imparcialmente sino en tanto favorecen al jefe de Gobierno en su propósito de continuar en el poder e impedir que le sustituya la derecha, que es muy mala porque pretende desplazar del mando al  impecable Gobierno. Las decisiones gubernamentales no sólo no son transparentes, sino que ni siquiera las conocen –según sincera e ingenua confesión propia- la piara entusiasta que las aplaudía a más no poder en el Comité Federal del partido con mando en plaza. Difícilmente nadie puede creer que se cumplen normas y reglamentos al ver como se niegan ascensos debidos a los no afectos o se nombra fiscal general a una buena señora de aquiescencia al poder vigente reiteradamente probada.

En cuanto al buen funcionamiento de la Justicia… un poquito de por favor. La Justicia que se ejerció de un modo sumamente prudente –demasiado, en opinión de algunos- al juzgar los hechos insólitamente graves que ocurrieron en Cataluña en 2017 se ha visto zarandeada por un indulto injustificado que cuestiona su sentencia y ahora por una amnistía que sencillamente niega el patente delito juzgado, blanquea hasta lo inmaculado a los que lo cometieron y convierte en sospechosos de prevaricación a los que se atrevieron cumpliendo su deber a castigarlo. Conclusión: España es formalmente una democracia, vale, pero está dejando a marchas forzadas de ser un Estado de derecho.

Y esta depauperación no parece impresionar a gran parte de la ciudadanía. Lo que les preocupa no es el funcionamiento de la legalidad establecida o el respeto a la norma constitucional, sino que no llegue a gobernar un ejecutivo de derechas. Sólo importa el marbete: si el Gobierno lleva el apellido de «progresista», todo puede aceptarse. Naturalmente, nadie se preocupa por intentar establecer qué significa ese calificativo mágico. Progresar consiste en avanzar hacia lo mejor: ¿es progreso favorecer y realzar políticamente a partidos que pretenden despedazar la ciudadanía española que compartimos? ¿Es progreso organizar una maniobra política contra la unidad del país, que incluye traición de cargos públicos y malversación de fondos, y que tal infame manejo no tenga respuesta penal? ¿Es progreso que la lengua constitucionalmente oficial del país, la única así reconocida y además la tercera más hablada del mundo (por 500 millones de personas) no pueda emplearse en la escuela o las relaciones institucionales en gran parte de nuestro país? ¿Es progreso que se dicten leyes que penalizan los delitos de forma distinta según el sexo de quien los comete? ¿Es progreso considerar a los empresarios como enemigos del bien común y a la vez reclamar más y mejores empleos que deben crearse no sé sabe por quien, cómo ni dónde? Etc. La lista de incongruencias y disparates pseudoprogresistas es inacabable, pero los partidarios de este Gobierno minoritario que se apoya en partidillos aún menores y descarta orgullosamente a la mayoría del país no se desalientan. Ellos son progresistas aunque nada progrese, aunque todo empeore, aunque no sólo no conquisten el cielo, sino que ni siquiera logran despegarse del cieno. Pero lo primero es lo primero, han conseguido el objetivo principal:¡la derecha nunca jamás!

Pues bien, lamentarse y nada más no es propio de ciudadanos que pretenden merecer ser libres e iguales. El otro día, en el juramento de la Constitución por su mayoría de edad, Leonor nos pidió que confiemos en ella. Yo confío desde luego apasionadamente en ella y en su padre, pero muy poco o nada en ninguno de los personajes que les acompañaban en el estrado del Parlamento. De ahí no va a salir nada bueno y no digamos del hatajo de indeseables políticos que no asistieron a la ceremonia y se limitaron a lanzar desde lejos conjuros contra la princesa como la bruja mala de Blancanieves. Ahora ya sabemos quienes constituyen el cáncer que pudre este país: ni por número, ni por ideas, ni por decencia cívica cuentan mucho, sólo reciben su fuerza maligna de la debilidad de Sánchez, que requiere su complicidad para seguir en su poltrona de Moncloa. Por lo que sabemos de los separatistas catalanes, una ley de amnistía además de inconstitucional les viene muy grande: si eso, tendría que bastarles con un apéndice en la ley de bienestar animal…«Querida Leonor, no estás sola», le dijo nuestro Rey en esa fecha solemne. Y no, no está sola. De nosotros depende que lo note, que vea que cuenta con una ciudadanía dispuesta a seguirla en la defensa de España. O sea, a luchar en defensa propia. Ahora ya sabemos que la opción se presenta como Estado de derecho o Estado antiderechas. Pues adelante, aceptemos el reto.

«Habrá que luchar en la calle, en los medios de comunicación, en los ayuntamientos y comunidades, en las aulas, en Europa, en las organizaciones internacionales. Cada uno debe luchar donde pueda»

Hay que recuperar el Estado de Derecho que nos van arrebatando cada vez mas rápidamente. Si se confirma la investidura de Sánchez y su cuadrilla de malnacidos políticos, no cabe refunfuñar y luego resignarse porque «esto es lo que hay». El ciudadano demócrata tiene obligación de obedecer a las autoridades legales, pero también debe reclamar que sean a la vez legítimas. Debe respetar la Constitución, no el anticonstitucional «hacer de necesidad virtud» que es el vicio autocrático de Pedro Sánchez. Comprendo que es muy molesto, porque la gente normal, no fanatizada, lo que quiere es prosperar, disfrutar, educar y ver felices a sus hijos, no luchar contra gobernantes infames. Pero creo que ahora toca luchar. Ni hablar, si Pedro Sánchez se mantiene en el poder por medio de una amnistía anticonstitucional que se gane el apoyo del estiércol político de este país, no podemos permitir que tenga una travesía plácida y sumisa. Habrá que luchar en la calle, en los medios de comunicación, en los ayuntamientos y comunidades, en las aulas, en Europa, en las organizaciones internacionales. Cada uno debe luchar donde pueda: los jueces ya han comenzado a hacerlo, también los representantes de las fuerzas de seguridad, habrá que mandar al guano a los dóciles «intelectuales» y comunicadores que firman manifiestos para alertar contra la extrema derecha y respaldan a gatas al Gobierno. Lo siento pero hay que luchar y no hacer caso de los que dicen que no sirve para nada. Seguir luchando y maldito quien grité «¡ya basta!», maldición rugida por el indomable Macbeth cuando el bosque de Birnam subió a la alta colina de Dunsinane.

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