Artículo original de: La Gaceta de la Iberoesfera
Por Enrique García-Máiquez
Escribí hace unos días un artículo titulado Casco y rosario sobre la icónica foto de Ferraz en la que aparece una chica alzando un rosario frente a un antidisturbios con un casco imponente. Me parecía muy bien.
A quien no le ha parecido nada bien ha sido al Delegado del Gobierno de la Comunidad de Madrid, que ha prohibido el rezo del rosario en la explanada del Santuario del Inmaculado Corazón de María. Eso no es exactamente la puerta de la sede del PSOE de Ferraz ni tampoco buscaba la confrontación con las vallas de la policía.Lo propio es que abriesen a los rezadores las puertas del santuario para que pudiesen acogerse a sagrado. Más seguridad para todos, menos arbitrariedad política e, incluso, mayor felicidad para aquellos que prefieren que se rece en las iglesias y no en las calles. Sin embargo, eso no va a poder ser, no se sabe por qué.Volviendo a la calle, ¿se conoce algún caso en el que se haya prohibido rezar a los musulmanes en la vía pública?
Le conté una vez a don José Jiménez Lozano una salida de mi hermano y a él le hizo tanta gracia que la recogió en su diario, aunque cambiando un poco los datos, por lo que pudiera pasar. Por respeto a mi madre, de la que heredó su farmacia, mi hermano no vende preservativos. Los venden en los bares de los alrededores en cómodas máquinas expendedoras. A veces ha tenido algún rifirrafe, pero ya no. Desde que una vez se le iban a arrancar unos clientes insatisfechos y él dijo: «Es que yo soy musulmán».
Los que ya estaban protestando refrenaron y se dedicaron a pedir excusas: «Oh, claro, lo entendemos, por supuesto, lo último ofender, no tiene importancia, muchísimas gracias, hasta luego, ciao, buen día». Lo malo de la anécdota es la categoría. Podemos decir un montón de casos en los que en España se usa una doble vara de medir entre cristianos y musulmanes.
En la vida práctica hay que resistir(se) y hacen muy bien los que organizan el rosario en Ferraz en moverse a otro sitio. No se acabarán los emplazamientos en los alrededores en los que seguir rezando. Hay un cuento del francés Léon Bloy que trata sobre la secreta relación y obvia superioridad de la oración incluso en el campo de batalla. Es emocionante. Lo resumo.
En la guerra franco-prusiana, participa una compañía voluntaria de entusiastas e ingenuos hijos de papá de las provincias del Oeste, románticos nostálgicos del Trono y el Altar. Habían adornado sus sombreros con altivos penachos de plumas, un tanto extemporáneos. Creyéndose alejados aún del combate, empiezan a celebrar una misa de campaña, pero una bala perdida le salta la cabeza al sacerdote justo cuando acababa de exclamar: «¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué te turbas?» Tras el desconcierto natural, el joven marqués Enguerrand de Bellefontaine, soberbio joven de veintidós años, aprovechando que, a pesar de todo siguen en retaguardia y que el hermoso altar está montado con primor, pide permiso para cabalgar en busca de otro sacerdote y continuar la misa.
Vuelve veloz con el párroco de una aldea cercana. Éste, al oír lo de la inesperada bala de su predecesor, ha contestado con calma: «Mi querido muchacho, estemos en paz o en guerra, la Misa se dice siempre en presencia del enemigo». Empieza. Según la liturgia, a partir de cierto momento no puede, bajo ninguna excusa, interrumpirse. Es entonces cuando aparece allí una multitud de alemanes que ha roto las líneas. Los muchachos «decidieron, sin decir palabra, hacerse matar, no por Francia, ni por el Rey, ni siquiera por los Ángeles y los Santos del cielo, sino lisa y llanamente para que esta misa pudiera terminarse». Cuando el sacerdote se volvió para despedir a los asistentes con su bendición, no vio sino las frentes sudorosas de los alemanes tras una muralla de moribundos y caídos.
Aquí no hemos llegado a esto, pero sí a lo suficiente como para recordarlo. En la parte teórica que me corresponde como columnista, he de preguntarme por qué el Delegado del Gobierno toma esta medida de prohibir el rosario. Le pone a él y al Gobierno que representa en la postura poco democrática de represor de ciudadanos inofensivos. Fomenta, por pura reacción, que se acuda a Ferraz y que se mantengan las protestas. Por último, otorga dignidad cívica de objeción a un rezo del rosario que, a ojos maquiavélicos y externos, tenía un aire friki, vetusto y ñoño que convenía a los partidarios del Gobierno.
¡Pues en el fondo parece que no les convenía! Para otro gran francés, el aforista Joseph Joubert, una prueba de la verdad de la fe es que no se puede hablar contra la Iglesia sin odio ni a su favor sin amor. A Simone Weil, en esa misma línea, le llamaba muchísimo la atención que existiese esa fuerza centrífuga que nos insta a alejarnos de Dios. Son tantas las fuerzas espirituales alrededor de Dios (la que nos atrae, la que nos repele) que se vuelve físicamente palpable que Él existe y que ocupa un invisible centro.
Sólo algo así puede explicar esta extraña prohibición de rezar el rosario, tan contraproducente a los aparentes intereses del Gobierno, si nada más se aplicasen tácticas lógicas y estrategias maquiavélicas.
Desde la fe, por supuesto, se entiende. La fuerza de la oración, su poder de unir distintas edades, sensibilidades y corazones, que es lo que más falta hace en las movilizaciones de Ferraz, el compromiso personal —más hondo que el político— que emana de las avemarías. Todo eso se comprende si se cree, aunque no sea visible en caso contrario. La ciega maquinaria del poder lo ha visto, sin embargo, contra todo pronóstico. Aunque un cuarto francés, Fabriçe Hadjadj, había escrito un ensayo que puede arrojarnos una luz oportuna: se titula La fe de los demonios.