Artículo original de: Vozpopuli
Por Julio Llorente
Ante las pretensiones de muchos que querrían presenciar la proclamación de Pedro Sánchez como jefe de Estado, de muchos que fantasean con una III República feminista y ecosostenible, los monárquicos, indignados, esgrimen multitud de argumentos favorables a «la institución». Algunos ―supongo que catalanes de nacimiento o ascendencia― afirman que la monarquía nos resulta infinitamente más barata de lo que nos resultaría cualquier república y recuerdan que esto, en tiempos de penalidades y privaciones, cuando uno se hurga los bolsillos y apenas encuentra monedas de cinco céntimos ya mohosas, no es cosa menor. Otros aseveran que, siendo la monarquía que-nos-hemos-dado una monarquía constitucional en la que «el rey reina pero no gobierna», es también perfectamente democrática y, por tanto, indiscutiblemente buena.
Entiendo los argumentos, pero se me antojan del todo impertinentes. Ensalzar un bien porque es barato sólo es tan frívolo como ensalzar un bien porque es caro. Puedo comprender que alguien practique el esquí porque lo considere estimulante; me parecería estúpido que alguien lo practicara por el simple y anecdótico hecho de que sea lujoso. Si la monarquía nos pareciese una forma superior de gobierno, nosotros habríamos de reivindicarla aunque ello implicase abjurar de nuestra austeridad. Quien defiende la monarquía porque es económica defiende menos el trono que el ascetismo, menos la corona que la frugalidad.
El segundo argumento es, con todo, aún peor. Consiste en defender la monarquía actual por cuanto no tiene de monárquica o sí de democrática. La idea de que el rey debe reinar pero no gobernar me resulta tan inadmisiblemente paradójica como la de un niño al que se le impele a correr sin moverse. El gobierno es una de esas penosas tareas que están intrínsecamente vinculadas con el reinado. Un monarca sólo puede renunciar a ella a condición de que renuncie también a serlo.
La monarquía exige lealtad a un hombre. La república, por el contrario, exige lealtad a una abstracción
A la luz de los párrafos anteriores, alguien podría acusarme de ser antimonárquico. Todo lo contrario. Es precisamente mi condición monárquica la que me ha impelido a escribirlos. Si la monarquía es una forma valiosa de gobierno, si es ontológicamente superior a otras, merece la pena defenderla con argumentos dignos. Uno tiene que ver, creo, con la búsqueda del poder y las servidumbres inherentes a ella. Nada más sensato que entregarle el gobierno a quien no lo ha pretendido. El heredero no gana el poder como conquista; lo recibe como don. Está libre, pues, de ese proceso degenerativo que acontece en el alma de todos los hombres que pugnan por el dominio. ¿Cuántas promesas ha de traicionar quien desea el poder? ¿Cuántas amistades ha de violentar en su persecución? En la carrera por el gobierno, el vicio es casi una exigencia; la virtud parece un imposible.
Monarquía y lealtad
Hay otra posible defensa que esboza santo Tomás de Aquino en su De Regno. Si el bien común consiste, como demuestra en páginas previas, en algo así como una unidad de la paz, entonces la monarquía es el mejor de los regímenes posibles: «Evidentemente mejor puede lograr la unidad lo que es uno por sí mismo que muchos (…) Luego es más útil el gobierno de uno que el de muchos (…) Las provincias y las ciudades que no son gobernadas por uno padecen disensiones y vacilan faltas de paz, de tal forma que parece cumplirse aquello de lo que el Señor se queja al profeta al decir: “Muchos pastores han arruinado mi viña”. Por el contrario, muchas ciudades que se encuentran bajo un solo gobernante gozan de paz, se distinguen por la justicia y se alegran por la abundancia. Por eso el Señor prometió a su pueblo a través de los profetas como gran regalo que les daría una sola cabeza y que habría “un solo príncipe en medio de ellos”».
El argumento tomista es útil también para el contemporáneo debate entre monarquía y república. Dice Tomás que el gobierno de uno es preferible porque puede preservar mejor la unidad social. Tiene razón. Yo añado que el principal motivo está relacionado con la naturaleza humana, tan carnal como espiritual. La monarquía exige lealtad a un hombre. La república, por el contrario, exige lealtad a una abstracción. Pocos darían la vida por un sistema; muchos la darían por un rey justo. Él puede obrar el milagro de reunir las voluntades más dispares; el milagro de que dos enemigos acérrimos empuñen juntos la espada, tensen unidos el arco, para defender hasta la muerte su causa.