Artículo original de: La Gaceta de la Iberoesfera

Por: Hughes

Una periodista se quejaba ayer en una red social de la forma en que el Ministerio de Sanidad daba los datos del aborto. Se mostraba indignada porque vinieran escaneados en PDF. Sin despreciar las legítimas razones para su irritación, no decía nada, o yo no lo vi, sobre los datos ahí expresados: cerca de cien mil abortos en España el último año, un 9% más respecto al anterior.

Según las últimas estadísticas, cien mil niños no nacen en España y eso es menos noticia que el beso de Rubiales. Me atreveré a decirlo de otra manera: cien mil vidas son interrumpidas en su desarrollo. Iré un poco más allá: son matadas (de matar: quitar la vida a un ser vivo).

El Poder ha sellado un pacto con el feminismo, cuya obra acabada es la mujer actual, libre, empoderada, líder, futbolista y petunia del Progreso: presupuesto, victorias simbólicas, presunción de veracidad y, sobre todo, la barra libre o bastante liberada del aborto, asunto cuya importancia es difícil llegar a calibrar. Es la piedra sobre la que se sostiene el modo de vida y la moralidad del hombre actual: la carnicería. Con el aborto y por el aborto todo pierde sentido, todo adquiere una desenfadada, cruenta inconsecuencia.

Si el famoso «encaje territorial» se hace sobre los muertos de ETA y su olvido progresivo, los procesos políticos que sufrimos se producen sobre estos bebés que no ven la luz del mundo.

Ha desaparecido gran parte del freno legal y la condena moral. Hay un ministerio y un gobierno para su fomento y los defensores despistan considerando el asunto cuestión religiosa. Ellos, tan cientifistas, olvidan lo urgente: qué es la vida, dónde empieza, y qué justifica acabar con ella.

Podrían decirlo de otra forma, y sería menos insultante: relajaremos la definición porque las consecuencias darían a todo una gravedad poco soportable.

Así que el Progreso avanza sin haberse parado a precisar un pequeño detalle: la vida humana. Interesante forma de entrar en lo posthumano y el dominio tecnológico.

Siempre pensamos que nuestro mundo está fundado en la cruz, pero tan central como eso es la imagen de María con el niño. Esa maternidad es el corazón de nuestra civilización, y el vínculo prenatal madre e hijo es la esfera que prefigura las posteriores, antes de la familia y cualquier otra forma social. El aborto lo interviene, lo desoye, lo convierte en puré celular, lo desacraliza y permite que la madre lo destruya. La primera esfera humana se vulnera, queda desprotegida. A partir de ahí, ¡qué solo el sujeto!

Los cientos de miles de no nacidos se convierten en un silencio demasiado pesado. Algo de lo que no conviene hablar. Los que abortan no sólo abortan, encima hay que sufrir y patrocinar su superioridad moral y su abordaje a palabras como libertad, amor, cuerpo…   

Pero ¿por qué se permite? Se concede una libertad (aquí la palabra se vuelve terrible y oscura) para acabar con lo que ha de protegerse. ¿A cambio de qué? Hay un contrato invisible, una claudicación profunda y presentimos que ahí está la clave de todo: la ruptura del vínculo, la pérdida de sentido, el borrado de lo humano, las tristes libertades eucarióticas y el imperio individual (pobre individuo) sobre la indefensión del más débil.   

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