Artículo original de: El Debate
Por Ricardo Calleja Rovira

n los últimos quince años hemos asistido a una aceleración del proceso de rediseño de la sociedad impulsado por la revolución progresista. Ante esta disrupción me gustaría destacar cinco tentaciones posibles que detecto entre los conservadores españoles. En todas hay algo que aprender e incorporar a las posibles estrategias conservadoras (nótese el plural). Por eso, intentaré también dar algunas sugerencias en positivo. Aunque advierto que serán insatisfactorias para quienes busquen soluciones.

La mimetización liberal

El conservadurismo concebido de modo meramente evolutivo y escéptico puede lamentar la rapidez de los cambios sociales; pero una vez instalados, suele aceptarlos. Al principio quizá solo para evitar la fricción y la movilización del progresismo. Pero al poco tiempo –como puede observarse a simple vista– desarrolla la convicción del converso. El conservador mimético es un progresista lento. Difícilmente querrá desembarazarse del calificativo de liberal, preferirá situarse en el centro, y justificará estas concesiones como exigencias de la moderación. Incluso si adopta una posición de neta resistencia ante las innovaciones, se limitará a formularla en términos liberales (como la defensa de la libertad de expresión irrestricta frente a la cultura de la cancelación).

Parece una posición poco conservadora. Pero aún así podemos aprender de esta tentación a levantar acta de la radicalidad de los cambios acaecidos. Estamos ante la consumación de la revolución en las relaciones sociales reformuladas en los términos del individualismo expresivo con el combustible de las identidades victimizadas. No hay que dar esto por definitivo, pero tampoco hay que caer en la ilusión de que el cambio social opera de modo simétrico: no hay marcha atrás en sentido estricto. El conservador debe pensar y jugar hacia adelante. El conservador no está en contra del progreso: simplemente no lo cifra en la emancipación del individuo.

El preservadurismo

El preservadurismo se concentra en mantener lo que queda del orden socio-político de las democracias constitucionales, a riesgo de que se deteriore aún más nuestra economía, nuestra convivencia y el funcionamiento de las instituciones. Este compromiso prioritario hace que toda posición sustantiva ambiciosa sea preterida, para no arriesgar los delicados equilibrios. La mayoría de los preservaduristas acaban siendo miméticos, que solo tienen de conservador lo preservador. El preservador está agarrotado por la primacía de la seguridad, propia de un cierto conservadurismo sociológico. Pero me parece plausible mantener esta estrategia como un ejercicio de tolerancia ante males que no gustan, para evitar que vayan a mayores.

De estos, podemos aprender algo sobre el valor de las instituciones y la convivencia. La amistad cívica es rigurosamente un bien común, no un bien meramente instrumental al servicio de bienes morales más sustantivos. Y también sobre la necesidad de ser cautos cuando se manejan objetos valiosos, como las instituciones.

La reclusión reaccionaria

En la línea de la popular «opción benedictina» el conservadurismo de pensamiento más tradicional y querencias comunitarias, opta por ponerse a salvo de la fuerza corrosiva de la cultura contemporánea y desespera de la capacidad transformadora de los procesos e instituciones políticos, así como de otras instancias de poder social. No es muy frecuente en nuestro país, pero nos llegan ecos desde Norteamérica, que tocan la fibra nostálgica e idealista del conservador patrio. La reclusión tiene lugar en espacios cuasi-confesionales, densos y defensivos.

Aunque no sigamos la ruta hacia las montañas, la retirada reaccionaria nos dice algo importante sobre la primacía de las relaciones personales y las prácticas comunitarias, frente a las estrategias políticas y el éxito civil o en la cultura de masas.

La utopía de la sociedad civil

Una de las señas más claras del conservadurismo liberal es el énfasis en la importancia de los fundamentos morales prepolíticos de las instituciones de la democracia liberal, sin las cuales estas se corrompen. Esta cultura requiere tanto de vínculos comunitarios como de un espacio público abierto a una razonable deliberación sobre el bien común. Un espacio con diversos niveles: desde instituciones públicas, hasta los foros no partidistas propios de la sociedad civil, empezando por la prensa libre y la universidad.

En su día la idea de la sociedad civil fue el arca de Noé donde se preparaba el retorno a la tierra seca del poder político, inspirado en el conservadurismo a la americana. Se intentaba imitar la profusión de think-tanks y escuelas de verano –alternativas a una universidad tomada por el progresismo, y financiadas con dinero privado– para generar ideas y formar a las nuevas generaciones. También el progresismo tuvo su momento de floración de instrumentos no partidistas. Hoy, ante la creciente fragmentación de nuestra cultura política y de todos los espacios públicos, con la deriva postliberal de las instituciones, la utopía de la sociedad civil vuelve a tomar fuerza en el ámbito conservador.

Se trata de una tentación porque el conservadurismo no debe –a mi juicio– renunciar a buscar y usar el poder político para reforzar el tejido social y cambiar la deriva cultural. Cosa distinta es que una «contrarrevolución cultural» duradera sea posible por medios análogos a los usados por la izquierda. Incluso aunque se dispusiera de esos medios (que no es el caso). También es tentación porque en esta perspectiva, con facilidad se confunde la cultura con los temas y formas propios de un intelectualismo de élites, valioso en sí, pero insuficiente.

Lo he calificado de utopía porque –aunque es necesario y posible que haya foros no partidistas dotados de algunos medios– resulta muy improbable que se piense con rigor y libertad cuando se depende de tan pocas fuentes de financiación, y en concreto cuando se depende de la financiación de los partidos. Y en todo caso, no es suficiente.

Pero esto no disminuye la importancia de la sociedad civil: del diálogo sosegado y razonablemente transversal; de la libertad para ensayar nuevas ideas, sin limitarse a cavar trincheras ideológicas y proveer de munición a los políticos de turno.

El identitarismo populista

Por diversas razones y en diversos lugares, la nueva derecha adopta un discurso menos institucional, más aguerrido y a veces tosco. Apela a valores que tienen su correlato en la tradición conservadora, y que han quedado enterrados por el liberalismo progresista de los últimos decenios: la comunidad, la autoridad, lo sagrado. En las reservas de sentido común del conservadurismo sociológico popular se ha encontrado la caja de resonancia para discursos fuertes, soberanistas e identitarios. Proponen un retorno a formas de orden erosionadas, en defensa de la nación, la familia, la religión y las tradiciones. La sospecha frente a las élites globales –tan marcadas por la ideología progresista– previene frente a las estrategias del preservadurismo más sistémico.

Pero hay indicios de que los «empaquetados» discursivos de las nuevas derechas (el trumpismo, el postliberalismo a la húngara, etc.) no son directamente traducibles al castellano. Pienso que esto es algo que un conservador entiende, porque no piensa tanto en abstracto, como en concreto, pegado al carácter e historia de los pueblos. En España estamos lejos de que la derecha hegemónica sea la derecha identitaria.

Diversos factores aumentan los inconvenientes: la división del voto (aunque esto es dudoso); la fricción de los valores tradicionales y la compasión católica con algunos estilos abrasivos; la disonancia entre el centralismo jacobino de corte liberal, y el comunitarismo subsidiario propio del conservadurismo; el desencuentro entre el conservadurismo sociológico urbanita «liberal en lo económico» y los estratos más populares y rurales; la querencia relacional –conversadora– e institucional del conservadurismo, frente a la voladura de los puentes sociales.

Pero también aquí aprendemos importantes lecciones. Que la cultura actual ha experimentado una mutación que no es solo de grado, respecto del orden social tradicional. Que las instituciones ya no son hospitalarias con quienes discrepan de una agenda progresista convertida en religión secular de sustitución, y que la respetabilidad no es el valor supremo. Que el conservadurismo debe de ser social, no libertario; centrado en el bien del trabajo, no solo en los derechos del capital. Que el conservadurismo no puede diluirse en cosmopolitismo: necesita una comunidad política concreta preocupada por asuntos tangibles. Que el conservadurismo español no puede ser una versión original subtitulada del conservadurismo anglosajón. Que el conservadurismo no puede ser la ideología de los potentados, como ha dicho esta mañana Luri.

Propuesta: relaciones, cordialidad y creatividad celebrativa

De mis palabras, resultan evidentes dos cosas. Primera: que personalmente no veo que haya de modo global una estrategia conservadora convincente en este momento en España (aunque haya muchos proyectos, personas e ideas interesantes y loables). Segunda: que yo tampoco tengo una propuesta integral ganadora.

Pero sí me atrevería a sugerir tres actitudes:

En primer lugar, la primacía de las relaciones, ya mencionada. No solo como cuartel de invierno o jardín benedictino, ni para evitar el economicismo (eso que se ha llamado la derechita deloitte). Tampoco como recurso personal para evitar la mímesis o la disolución en el activismo, o la recaída en la violencia verbal y hasta física, que son algunos peligros de quien está focalizado en la acción pública. Ni solo por una cuestión de coherencia moral. Pienso que esta primacía es también una ventaja estratégica.

Entrar en relaciones personales (de familia, de amistad, de comunidad de aprendizaje, religiosas, etc.) es ya ser «conservador», afirmar algo bueno que no es simplemente una preferencia individual de consumo, sino un bien común. Falta ciertamente la dimensión pública –que acabo de decir que no puede faltar en la ambición conservadora– pero de modo casi inmediato –salvo que se haya caído en el doctrinarismo libertario– se empezará a pensar en cómo deben las leyes y las políticas públicas proteger y promover esos bienes comunes. Tender la mano, escuchar, compartir, es una forma de proselitismo conservador muy subversiva y eficaz.

Para que esto pueda suceder, junto al deseo de buscar la verdad y de proteger el bien, es necesario crear el contexto, el ambiente donde pueden encontrarse las personas. A esto lo llamo cordialidad: que las interacciones estén mediadas por una actitud afectuosa, que los desacuerdos pasen por el corazón. Así se liman aristas con la calidez de la comprensión mutua y de la paciencia. Cordialidad que se manifiesta tanto en los contenidos (buscando con frecuencia lo que une, más que enfatizando lo que separa) como en los estilos y formas.

Sin embargo, no debemos llevar la cordialidad al extremo de decir mentiras, de nunca afirmar verdades: de mimetizarnos. Y la cordialidad ha de ser ejercitada, ante todo, hacia adentro: con quienes compartimos esas relaciones y convicciones fuertes. Esto se traduce en respeto al pluralismo de estrategias, posicionamientos y estilos. También porque ese pluralismo resulta más eficaz en la guerra de guerrillas que una línea de frente en formación de falange.

Por último, creatividad celebrativa. El conservadurismo debe estar centrado no tanto en los derechos y las estrategias legales, sino en la afirmación del bien, aunque no desconozca la importancia de las instituciones y del rule of law. Un bien que es compartido con otros de modo espontáneo, y que busca formas de hacerse atractivo y accesible, que eviten confirmar los prejuicios arraigados ante la cultura hegemónica del pasado. De modo que debe ser creativo, no simplemente repetitivo o nostálgico.

Y, también, por pura coherencia, el conservador debe cultivar el bien de modo celebrativo: expresado con alegría contagiosa a través de la belleza. Belleza que es el esplendor de la verdad de esas mismas relaciones en torno a bienes comunes, no principalmente un producto de la industria cultural o un buen encuadre de Instagram. Pero –también– belleza que sabe dar forma a esas relaciones, evitando que recaigan en la vulgaridad. Forma que hay que esmerarse en crear, inspirados por la educación estética en la gran tradición, pero también por la nueva sensibilidad.

Parafraseando a Chateaubriand: orden y aventura.

*¿Y la política, la legislación, el poder? Solo repito que no pueden excluirse como algo corrupto en sí mismo, inútil para promover la cultura. Pero tampoco traducirse en una férrea disciplina de partido único. Por mi profesión y posición en la vida, poco más me veo capaz de decir.

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