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Resultan impactantes, además de terriblemente dolorosos, los datos más recientes sobre el suicidio infantil y adolescente en nuestro país. Según un estudio recientemente publicado, titulado ‘Evolución del suicidio en España en población infantojuvenil (2000-2021)’, realizado por el Grupo de Investigación en Epidemiología Psiquiátrica y Salud Mental de la Universidad Complutense, ha habido un aumento del 32,35 por ciento en el número de suicidios entre las y los adolescentes de doce a diecisiete años. En la misma dirección apuntan los datos de la ONG Save the Children, que en su informe ‘Crecer saludable(mente)’ incluye el suicidio, junto con los accidentes de tráfico y las lesiones autoinflingidas, como una de las principales causas de mortalidad infantil y adolescente en nuestro país. Así como los del Observatorio del Suicidio, que ponen de manifiesto que entre 2020 y 2021 el número de suicidios entre menores de quince años se duplicó.

Sin lugar a dudas, el suicidio y las conductas suicidas entre las y los menores de edad han sufrido un importante incremento durante la pandemia y en la etapa posterior a ella. La Fundación ANAR informa que, según sus datos, durante el año 2021 atendió telefónicamente a 748 menores que en el momento de la llamada estaban intentando acabar con su vida. Ello supone un incremento del 128 por ciento de este tipo de conductas en el periodo pospandemia. Estos datos nos enfrentan a una realidad silenciada que la pandemia derivada del Covid-19 ha visibilizado, pero que ya venía gestándose desde hace tiempo y que si no se atiende de manera adecuada puede acabar convirtiéndose en un grave problema de salud pública.

Resulta evidente que cuando un niño, niña o adolescente decide acabar con su vida, o al menos intentarlo, en muchos casos y a menos que existan cuadros clínicos claramente diagnosticados tiene que haber pasado por un largo proceso de sufrimiento físico y mental, en el que sus necesidades básicas de cuidado y protección no han sido convenientemente atendidas. Es por ello que todos y todas, en la medida en que la atención de nuestros ciudadanos y ciudadanas más jóvenes es responsabilidad de toda la sociedad, estamos concitados a protegerles de este tipo de situaciones y a estar alerta ante cualquier señal que pudiera ponernos en la pista de que existe un cierto nivel de riesgo, aunque este sea mínimo.

Según los datos que presenta Unicef, en su publicación anual sobre ‘El estado mundial de la infancia en 2021’, en España el 58,3 por ciento de las y los jóvenes de entre quince y veinticuatro años reconocen estar, «a menudo», preocupados, nerviosos o ansiosos. Por ello, y sin caer en una excesiva patologización, pues en algunos casos se trata de respuestas emocionales excepcionales ante situaciones excepcionales que con la debida atención y acompañamiento no van a tener una evolución negativa, es el momento de romper un tabú que nos ha acompañado durante años y de comprometerse a actuar para mejorar la salud mental de niños, niñas y adolescentes.

El derecho a disfrutar del más alto nivel de salud mental es una parte esencial del derecho a la salud, entendida como un todo integrado relativo al bienestar físico y psicológico, que aparece en el artículo 24 de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño, tratado internacional que recoge los derechos que la comunidad internacional reconoce a todos los niños y niñas, con independencia de cualquier otra consideración, y que deben ser asumidos por todos los Estados que la han ratificado, entre los que por supuesto se encuentra España. No podemos olvidar que los problemas de salud mental y el malestar emocional son una causa importante de sufrimiento que a menudo se pasa por alto, y que interfiere gravemente en la salud y en la educación de los niños y los jóvenes, así como en las posibilidades que tienen de alcanzar su pleno potencial de desarrollo. Lo que, además, supone unos altos costes en términos de vidas humanas y de los efectos que tiene en las familias, en las comunidades y en la economía de los países. De este modo resulta imprescindible hacer un llamamiento a la sociedad en general sobre la necesidad de adoptar un compromiso con los problemas de salud mental y las diferentes soluciones que requiere su abordaje de forma integral.

Al mismo tiempo que es necesario romper el silencio que rodea a este tipo de problemas y eliminar el estigma asociado a ellos, garantizando que los niños, niñas y adolescentes que pasan por este tipo de situaciones pueden hablar de ellos con naturalidad y sin ningún tipo de tabú. La salud mental es un continuo que, al igual que otros problemas de salud, puede pasar por periodos de bienestar y malestar, la mayoría de los cuales si son adecuadamente tratados nunca van a evolucionar hacia trastornos mentales graves con un diagnostico clínico. Ambas cuestiones requieren de una llamada a la acción que minimice los factores de riesgo y maximice los factores de protección en todos los contextos en los que niños, niñas y adolescentes se desarrollan. Ello supone apoyar a las familias en la atención y cuidado de las y los menores, especialmente a aquellas que se encuentran en condiciones de mayor vulnerabilidad.

La crianza y la educación son elementos esenciales para sentar unas bases sólidas para la salud mental, pero en muchas ocasiones las familias necesitan información, orientación y apoyo para ejercer esta función parental tan valiosa y necesaria para sus hijos e hijas. Garantizar que desde la escuela se apoya la salud mental, concediéndole un papel privilegiado en el desarrollo integral de la persona y en el proceso de acompañamiento que supone la educación. Reforzar y equipar los sistemas de salud y el personal que trabaja en ellos para que puedan responder a los problemas complejos que, a nivel psíquico, generan sociedades con grandes niveles de incertidumbre y altamente cambiantes como es la nuestra.

En un mundo en el que, para niños, niñas y adolescentes al igual que sucede también para muchos adultos, lo más valorado es el éxito y el prestigio social resulta fácil entender, si nos ponemos ‘en sus mentes’, el nivel de malestar psicológico que puede llegar a generarse cuando los contextos de desarrollo en los que crecen estos chicos y chicas no satisfacen adecuadamente sus necesidades. Malestar que sostenido a lo largo del tiempo y sin una adecuada atención puede llevarles a recurrir a una ‘solución’ irreversible.

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