Artículo original de: El Debate
Por Miquel Porta Perales
eamos claros: el desplome educativo en España no se explica únicamente –como quieren hacernos creer– por la pandemia, la falta de inversiones, la escasez de recursos, las ratios en el aula, el escaso interés del alumno, el capital cultural familiar, los móviles y la televisión. Hay mucho más.
Sorprende que los quejicas de turno y profesión no señalen también a los pedagogos progresistas y a los sindicatos progresistas de la educación que llevan años enturbiando el asunto. A lo que debería añadirse las asociaciones progresistas de padres y madres de alumnos. Y, por supuesto, la funesta ley Celáa que empequeñece la no menos funesta LOGSE que legalizó una filosofía educativa que promovía el igualitarismo, reglamentaba la promoción automática de curso, reducía los contenidos, fomentaba la educación en valores progresistas, relativizaba el esfuerzo y relajaba la disciplina del alumno.
¿Qué cosa podíamos esperar de una pedagogía llamada progresista –también conocida como escuela nueva, escuela moderna, escuela activa o nueva educación– que relativiza la cultura del esfuerzo, menosprecia el éxito, subestima la memoria y el contenido, limita las horas de matemáticas y lengua en beneficio del ecologismo, el feminismo, la solidaridad o el animalismo, instaura una educación por proyectos que rehúye el conocimiento en nombre del aprendizaje activo, permite que el alumno pase de curso con materias suspendidas, reduce la autoridad del profesor a su mínima expresión e impide que el alumno con actitudes y aptitudes –obligado por decreto a compartir aula con quien no muestra interés en el estudio y dificulta el normal desarrollo de la actividad educativa– adquiera más conocimientos? Y que nadie nos diga que el fracaso escolar no hay que atribuirlo a la ley sino a su mala aplicación. No es eso.
Si la raíz de la mediocridad educativa que padecemos se encuentra en la filosofía de la LOGSE y la ley Celáa, así como en el progresismo «buenista» educativo y el desdén de la meritocracia y el éxito; si ello es así, debemos rectificar el camino seguido hasta ahora para recuperar el tiempo perdido y conseguir que los jóvenes superen los déficits a los que la pedagogía progresista les ha condenado. Y, por supuesto, hay que cancelar la coacción lingüística que en Cataluña aumenta el déficit de comprensión lectora y empobrece la lengua escrita.
De la LOGSE y la ley Celáa al sentido común. Más objetivos, calidad y ambición. Contenidos, matemáticas y lengua, dictados y reacciones, escritura a mano, control de calidad, meritocracia, disciplina, orden, autoridad, esfuerzo, trabajo en la escuela y el hogar, exigencia, competitividad, búsqueda de la excelencia, repetición de curso si procede, itinerarios y alternativas distintas en función de la capacidad. Más papel y menos pantallas. Menos igualitarismo y más igualdad de oportunidades. ¿Por qué no recuperar la reválida?
En la antiautoridad, el igualitarismo y el educacionismo propios de la corrección pedagógica progresista y «buenista» está el problema. Una corrección que ha consagrado tres mandamientos –no respetarás, no destacarás, no competirás– que debemos archivar para que nuestra escuela cumpla su función y alcance el prestigio que se merece.
Hay que archivar la filosofía antiautoridad, porque la escuela y el profesorado están perdiendo la autoridad necesaria dentro del aula. El aula no es un falansterio. Tampoco un parking. Y mientras el profesor –indefenso– resiste, el buen alumno ve cómo se retarda el proceso de aprendizaje.
Hay que archivar la filosofía igualitarista que legitima y legaliza la mediocridad al tiempo que margina al alumno valioso. Triste paradoja: se predica la igualdad y se instaura la desigualdad. La pedagogía igualitarista no entiende que los alumnos son diferentes y están distintamente dotados, no entiende que los alumnos manifiestan actitudes diversas, no entiende que selección no equivale a discriminación. La pedagogía igualitarista no entiende que la educación diferenciada es una opción libremente elegida. La pedagogía igualitarista no entiende que la escuela democrática es la que ofrece igualdad de derechos y oportunidades sin penalizar a los más aptos o a los que muestran mejor actitud o resultados.
Hay que archivar la filosofía educacionista, porque privilegia la educación en valores –¿qué valores y quién los establece?– en detrimento de la transmisión de conocimientos. Frente a la llamada vieja pedagogía –intensificación de conocimientos, cultura del esfuerzo, memoria o aprendizaje de reglas– surge la llamada nueva pedagogía según la cual la misión de la escuela es, sobre todo, el trabajo de las emociones y la educación en valores progresistas como la no competitividad. En una sociedad cada vez más competitiva, la pedagogía promueve el valor opuesto. La escuela no ha de buscar la felicidad ni ejercitar el coaching. La escuela ha de transmitir el conocimiento.
La nueva pedagogía ha condenado a muchos alumnos al analfabetismo funcional, ha logrado que los contenidos disminuyan y se trivialicen, que el esfuerzo se minusvalore. La nueva pedagogía y sus apóstoles han elevado la ignorancia a categoría pedagógica sin, por otro lado, conseguir su objetivo: esa ingenuidad que concibe la escuela como la vía de acceso que conduce a la instauración de la igualdad y la justicia en la Tierra.
Frente a los tres mandamientos de la escuela progresista –antiautoridad, igualitarismo y educacionismo– hay que reivindicar una educación fundamentada en la disciplina, el esfuerzo y la excelencia. Respetarás, destacarás, competirás.