Artículo original de: ABC
Por Julio Llorente

En una entrevista reciente, el genial filósofo Jorge Freire criticaba el ideal del consenso: «Cuando Max Weber habla de la lucha de dioses, se refiere a que hay una serie de valores en liza cuya desaparición no conviene a nadie. La alternativa a la discrepancia son los cuarenta años de paz. Te cargas a tus enemigos y, efectivamente, estableces un consenso (…) El consenso viene a sugerir que hay ideas que deben mantenerse intocadas, que no pueden someterse a discusión, que son, en definitiva, sagradas. Más que el espíritu del consenso, que es antidemocrático, hay que reivindicar el espíritu de la concordia, que consiste en la voluntad de reencontrarnos tras una desavenencia».

En la misma línea se pronuncia el también genial Adriano Erriguel, autor de ‘Blasfemar en el templo’ (Ediciones Monóculo, 2023) y ‘Pensar lo que más les duele’ (Homo Legens, 2020): «Las diferencias, de haberlas, se centran en contradicciones secundarias que, dentro de los márgenes de respetabilidad, aseguran una apariencia de pluralismo. En realidad, todo se mueve en los límites vagos de un consenso que es, en el fondo, un dispositivo antidemocrático».

Coincido, a mi modo, con Freire y con Erriguel. El consenso ha servido para sacralizar lo que apenas era una opinión mayoritaria, para imponer como dogma lo que era tan sólo discutible. Cuántos debates se han eludido invocando su taumatúrgico nombre. Recuerdo que un tertuliano cuestionó en cierta ocasión la moralidad de las leyes del aborto: la réplica de sus compañeros de mesa consistió en pedirle que se abstuviera de resucitar viejos debates y que respetara el consenso social que se había alcanzado al respecto. La realidad es que, allí donde se ha decretado el consenso, no cabe ya la discusión, ni siquiera la duda. Pareciera que no es sólo incompatible con la pluralidad, sino también con algo tan manifiestamente deseable como el pensamiento libre. El consenso es el ámbito de lo incuestionable, del dogma de fe; es el cada vez más extenso dominio en el que la discrepancia se percibe como herejía.

No obstante, erraríamos si rechazásemos la idea del consenso sin más. Tengo para mí que se fundamenta en una intuición verdadera, diríase aristotélica, a la que el hombre contemporáneo, tan preocupado por el pluralismo y la diversidad, quizá se haya hecho insensible: la de que la unidad es tan indispensable como la pluralidad, la de que debe existir algo que todos los miembros de la sociedad acepten como verdadero. El ideal del consenso parece partir de la inveterada convicción de que no hay comunidad si no hay comunión, de que no hay un nosotros si falta un «nuestro», de que la discusión pública sólo puede vertebrarse en torno a una miríada de certezas que todos, unidos, consideremos indiscutibles. El consenso se erigiría así en el justo medio entre la anomia y la homogeneidad, entre Babel y la Unión Soviética. Sería nuestro peculiar modo de conciliar lo uno y lo múltiple, lo común y lo diverso, lo permanente y lo cambiante.

En consecuencia, no le imputo al consenso que consagre algo como incuestionable; lo que le imputo, más bien, es que no lo haga del modo adecuado. Tras el ideal del consenso subyace la convicción de que la sociedad puede determinar o acordar verdades irrefutables, verdades cuya sola discusión deteriora, incluso envilece, la vida pública. Es fácil percibir aquí un voluntarismo, un trasfondo como prometeico. ¿Puede ser irrefutable algo acordado por la mayoría? ¿La mera idea de acuerdo no implica acaso la posibilidad de una revocación? ¿No podría llegar el día en el que consensuáramos otra cosa? Y, osado, doblo mi apuesta: ¿qué ocurre cuando acordamos una perversidad, cuando pactamos un crimen? En la Alemania nazi había algo así como un consenso sobre los judíos; en la Unión Soviética había algo así como una «verdad» irrefutable sobre los discrepantes.

A la idea contractualista del consenso yo le opongo, pues, la idea más razonable de la comunión. No niego la necesidad de que haya convicciones compartidas; sólo remarco la urgencia de que también sean verdaderas. Estamos menos llamados a determinar verdades incuestionables que a descubrirlas en la naturaleza de las cosas. La sociedad no debería cimentarse sobre un acuerdo que la mayoría de sus integrantes tuvo a bien contraer en algún momento de su existencia; debería cimentarse sobre un puñado de verdades que ni la más abrumadora de las mayorías pudiera abolir. No debería asentarse sobre un pacto, sino sobre un descubrimiento; nunca sobre un acuerdo alcanzado, sino sobre un bien reconocido. El problema del consenso no estriba en que sea antidemocrático; estriba, de algún modo, en que es demasiado democrático.

Me hago cargo de la audacia de esta propuesta. En una época que parece fatalmente inclinada a profanar todo lo sagrado, que no reconoce más autoridad que la que deriva de su consentimiento, que se ve a sí misma acuciada por el imperativo de deconstruir cualquier certeza, nada resulta tan intolerable como la aceptación de un ramillete de verdades perennes, ajenas a la voluntad de las mayorías y a las que, a su vez, las mayorías deben someterse: la sagrada dignidad de todos los seres humanos y la consecuente necesidad de un gobierno justo, por ejemplo. Cuestionarlas no es ilegítimo porque hayamos acordado que así sea; hemos acordado que así sea porque, de hecho, lo es. No es ilegítimo porque las hayamos consensuado; lo es porque, de cuestionarlas, estaríamos atentando contra la misma posibilidad de consensuar algo.

Tal vez algún lector perciba en estos párrafos un tono autoritario. Nada más lejos, sin embargo, de su intención. Parten de la razonable paradoja de que la democracia sólo pervivirá si se alza sobre cimientos no estrictamente democráticos. La indudablemente feliz premisa de que el hombre puede decidirlo todo conlleva la indudablemente infeliz consecuencia de que puede sacrificarlo todo, incluso la democracia. Lo que propongo es aceptar algo como indiscutible para luego poder discutir sobre todo lo demás, proclamar algo como intocable para que ningún tirano, ―ni siquiera ese déspota policéfalo que llamamos pueblo,― pueda manosearlo sin desencadenar una revolución. Más que valores consensuados, necesitamos verdades ante las que se prosternen poderosos y humildes; verdades ante las cuales tronos y dominaciones vacilen y se desplomen; verdades que ni siquiera el más unánime de los consensos pueda derribar. Me refiero a esas verdades sencillas, también inequívocas y exigentes, como que el hombre puede discutir todo salvo lo indiscutible y las mayorías, incluso las absolutas, violarlo todo salvo lo inviolable.

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