Artículo original de: ABC
Por Pedro Fraile Balbín 

Hace ya casi dos siglos que el joven Alexis de Tocqueville (1805-1859) se embarcó en el puerto de El Havre para explorar los Estados Unidos de América. No estaba interesado en el país ni en sus peculiaridades –de hecho, sentía, como buen francés, un cierto desdén paternalista hacia lo americano–, sino que fue a estudiar un fenómeno social nuevo, desconocido y sorprendente que empezaba también en Europa: la democracia, la

transición desde un sistema jerárquico de relaciones basado en vínculos aristocráticos a otro basado en la igualdad entre todos. El objetivo de Tocqueville era analizar los orígenes de esta nueva forma de convivencia, los principios en los que se mantenía y el futuro que le esperaba. Y con razón, no se sentía muy optimista. Una buena parte de sus dos grandes obras –’Democracia en América’ (1835- 1840) [DA] y ‘El Antiguo Régimen y la Revolución’ (1856) [ARR]– está dedicada a advertir de los peligros que acechan los regímenes democráticos, y muy especialmente las amenazas internas que la propia democracia podría generar contra sí misma. Lo denominó despotismo democrático: «un pueblo compuesto de individuos casi idénticos, una masa uniforme reconocida como la única fuente de soberanía, pero cuidadosamente destituida de sus facultades de control al gobierno» (ARR).

Tocqueville predijo una situación política en la que la pasión ardiente, insaciable, eterna, e invencible por la igualdad que genera la democracia hiciese que muchos confundiesen la una por la otra y que la tiranía de la igualdad diese lugar a un estado en el que la indiferencia personal frente al poder de la mayoría se convirtiese en una virtud pública (DA). «La democracia no tiene en lo sucesivo nada que temer de sus adversarios. Es de su propio interior de donde saldrán sus corruptores y sus amos» (DA).

Dos siglos más tarde, el despotismo de la mayoría se ha convertido en uno de los mayores peligros para la democracia liberal. Movimientos políticos como el que ocupa el poder en España, que se cubren con el manto de la soberanía democrática, intentan perpetuarse en el poder desmontando el orden constitucional en el nombre de la igualdad y de la soberanía popular. En su reciente ‘Tocqueville’s Dillemas’ (Princeton, 2022) –un intento de aplicar las ideas tocquevillianas a las amenazas antidemocráticas actuales–, la experta en Tocqueville Ewa Atanassow (Bard College, Berlín) explica cómo los nuevos déspotas internos «suelen permanecer dentro de los límites formales de las leyes electorales pero atentan contra normas implícitas, como la preeminencia de la ley, los derechos individuales, y el sistema constitucional de contrapoderes, que durante mucho tiempo han sido considerados como los fundamentos de la libertad democrática. Atacando las instituciones liberales en nombre de la democracia, abren la posibilidad de un orden democrático que no es liberal o que es, incluso, abiertamente antiliberal. Cuentan tras ellos con un amplio número de votantes que condonan e incluso celebran este nuevo estado de cosas». Es verdad que Tocqueville nunca llegó a desarrollar una teoría del asalto populista al poder. Vivió en primera persona todas las intentonas antidemocráticas de la Francia revolucionaria y fue testigo de la controvertida presidencia norteamericana de Andrew Jackson (1829-1837) –con su conocido axioma del gobierno del pueblo y la democracia de la muchedumbre– pero el populismo moderno no empezó a gestarse hasta finales de siglo con el People’s Party americano y los ‘naródniki’ rusos. A pesar de todo, Tocqueville supo ver que el mantenimiento de instituciones –públicas y privadas– independientes del poder y la separación de poderes eran tanto en su tiempo como ahora una de las más importantes garantías contra el despotismo democrático y que la amenaza más seria contra la democracia vendría, como confirma Atanassow, desde dentro de ellas mismas.

Además del control de las instituciones, nuestros déspotas populistas modernos basan su estrategia en otros tres pilares: la reivindicación de la soberanía popular contra una supuesta élite opresora, la existencia de un líder carismático providencial y el apoyo de mayoría por encima de la norma. El primer elemento, la élite opresora de nuestros populistas, es su ultraderecha, una trama imaginaria heredada de la tradición marxista-leninista, que es continuadora del fascismo e intenta secuestrar nuestros derechos; en segundo lugar, su líder carismático es el nuevo caudillo progresista que, con la ayuda de sus aliados leninistas, se sienten capaces de adivinar las necesidades y preferencias de todos y actuar al margen y en contra del mercado para crear un sistema redistributivo de impuestos asfixiantes pero que genere una clientela política subsidiada y fiel; y, finalmente, para su estrategia antinstitucional –someter al poder judicial, la prensa crítica y las asociaciones civiles independientes– imponen su mayoría parlamentaria.

Alexis de Tocqueville no definió la democracia como el resultado de un régimen político concreto sino, más bien, como un estado social de igualdad dentro del respeto a la ley, la separación de poderes y los límites al control coercitivo. Eran más importantes las instituciones y las personas que la forma de gobierno en sí. Sin embargo, sus preferencias por la forma de organizar el Estado no eran muy distintas de las que los españoles nos dimos en 1978. Decía Tocqueville: «preferiría verla [la democracia] adoptar la Constitución monárquica más que la forma republicana, preferiría que constituyese dos asambleas legislativas más que una sola, una magistratura inamovible mejor que magistrados electivos, poderes provinciales antes que una administración centralizada. Pues todas estas instituciones pueden combinarse con la democracia sin alterar su escencia» (DA)

Nuestro ordenamiento constitucional de 1978 no difiere, por lo tanto, del ideal tocquevilliano. Para desmontarlo, nuestros populistas presentan un amplio frente apoyado por partidos anticonstitucionalistas que invoca su mayoría parlamentaria. No tienen en cuenta que, más allá de las discrepancias sobre el principio de las mayorías, nuestra tradición democrática liberal –Locke, Mill Popper– considera el principio de mayoría como criterio fundamental pero no único del ejercicio de la soberanía. Mas allá de las mayorías constitutivas, éstas han de estar sujetas a límites y normas. No respetar la separación de poderes y el cumplimiento de la ley nos conduce a lo que Friedrich Hayek llamaba «la falacia más letal y peligrosa de la democracia, la creencia de que deberíamos aceptar como verdad y pauta de nuestro futuro la opinión de la mayoría» (‘Individualismo: verdadero y falso’, 1946). Alexis de Tocqueville se dio cuenta del avance imparable de la democracia, pero también de los peligros a los que se enfrentaría, e identificó al despotismo de la mayoría como el principal de todos ellos. El hecho de que la libertad fuese ahogada por los más numerosos no le consolaba: «Cuando siento que la mano del poder pesa en mi frente, me importa poco saber quién me oprime y no estoy más dispuesto a poner mi cabeza bajo el yugo porque un millón de brazos me lo presenten» (DA).

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