Artículo original de: ABC
Por José Antúnez Cid

El riesgo de que los okupas invadan la casa de uno guarda proporción con la ausencia. Si bien no justifica, doña Ausencia facilita la invasión de no deseados –por molestos y destructores– inquilinos. Llega el 6 de diciembre y volvemos a casa, una casa política, de ‘polis’, ciudad de ciudadanos, con amplitud para todos, con sus comodidades y limitaciones, pues no hay casa perfecta ni eterna, salvo el Cielo. Y este año quizá alguno tenga la sensación o se pregunte si nuestra Constitución ha sido okupada al verse como nunca las grietas que la amenazan.

Al entrar uno se siente raro, como si su casa hubiese sido mancillada por pisadas extrañas, pero nadie de fuera ha entrado, a todos los que están les pertenece, en común, el sitio. Desde que la construimos, nuestra casa ha sido casa abierta, acogedora, incluso para los que pretendían derribarla, como ese hermano rebelde que está queriendo irse y se va queriendo quedarse para más tarde volver. Cimientos de amplios consensos, comprensiones y proyectos eran buen hormigón para hacer futuro en esperanza, herencia grande que ¿estamos dilapidando? Tienta una voz a echar al extraño, pero lo extraño es que nos hayamos vuelto extraños. Es voz que tienta sin percatarse de que echar sería romper la casa, no se limpia echando. ¿Qué nos ha pasado que ahora nos lamentamos? Esperanza, hay remedio.

Los verdaderos okupas no son de carne y hueso, sino de entrañas axiológicas, de valores y disvalores. Viviendo todos dentro ha ido llegando sin ser vista doña Ausencia de valores. ¡Cómo no va a llegar!, si nuestro bien común, hecho de valores e historia compartida, se ha ido reduciendo a cosas y bienestares, ya casi nadie percibe la comunidad que vive en Constitución como ingrediente de su yo pleno que es más yo en eso que llamamos España, que es mía y soy suyo sin que esto sea problema, sino ventaja. Nos okupa este individualismo que nos hace mirar desde el egoísmo del qué me toca y qué puedo ganar. ¡A repartirse sus tesoros! ¡Cómo no va a llegar!, si hemos hecho dogma de la utilidad política que hace que todo valga. ¡Cómo no va a llegar!, si la mitad de los españoles nuevos de cada año no tienen derecho a nacer. Doña Ausencia ha ido llegando según se han ido esos habitantes exigentes, pero que nutren la estructura: virtudes de ciudadanía de bien, valores que han costado mucho y a muchos, a todos.

Y nuestra casa-constitución se va vaciando y los que quedan dentro no pueden vivir como si ese vaciamiento fuera cosa extraña que no les toca, pues nosotros mismos nos vaciamos por dentro, los valores nos deshabitan y sin darnos cuenta nos quedamos sin muebles, sin cocina, sin vida, solo queda carcasa, formalismo. Y las formas importan, pero cuando sólo queda el formalismo todos perdemos y queda el esqueleto sin nervios, sin vida: carcasa.

En democracia, las constituciones son defensa de los derechos fundamentales frente a la permanente tentación de los poderes de expandirse arbitrariamente; la Constitución posibilita el todos real, limitando y encauzando esos imaginarios ‘todos’ que no son sino intereses de algunos, partidistas. ¡Qué frágil es una democracia y qué fácil que se vuelva totalitarismo y del peor, cuando ha quedado deshabitada!

¿Dónde estamos? ¿Hacemos algo?¿A dónde queremos ir? ¿De quién es la Constitución?, ¿de España? ¿Carcasa porque no queda España o España reducida a carcasa? El futuro, nosotros lo haremos, pero la responsabilidad y el momento son ahora, siempre lo han sido. Aquí no hay ‘Equipo A’ democrático a quien acudir, toca aprovechar el momento y despertar como ciudadanos activos y habitar la casa común, la patria constitucional, reviviendo valores en diálogo y participación, venciendo esa pereza democrática que deja el campo a los profesionales del poder, siempre tentados de centralizar, señalaba Tocqueville. Si no nuestra Constitución deshabitada será castillo para que lo recorra el fantasma de doña Libertad, que un día fue su señora.

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