Artículo original de: VozPopuli
Por Julio Llorente

Con los acuerdos de investidura y las ignominiosas concesiones de Pedro Sánchez a los separatistas, hemos vuelto a considerar la posibilidad, incluso la inminencia, de un referéndum de autodeterminación en Cataluña. Hay personas que, no siendo independentistas, apoyarían esta opción porque albergan la pueril esperanza de que un resultado negativo clausure el conflicto e inaugure al fin una época de paz y concordia. Otras, por el contrario, afirman que el plebiscito sólo sería legítimo si se celebrase en el conjunto de España: no en vano, Cataluña pertenece tanto a los españoles en general como a esos singularísimos españoles conocidos como catalanes. Tiene mucho sentido la propuesta de estos últimos. Parte de la aparentemente razonable premisa de que el futuro de España hemos de decidirlo todos los españoles, la aparentemente razonable premisa de que Pepe tiene lo mismo que decir que Jordi sobre la pervivencia de España, la aparentemente razonable premisa de que el futuro de nuestra patria no puede determinarlo una minoría septentrional, sino la informe multitud de seres que tienen la fortuna de poder decirse españoles. Si el pueblo español es soberano, es soberano también en Cataluña. Si hemos de despedazar nuestra patria, todos hemos de participar en el despedazamiento. Si ha de producirse una carnicería, que sea, al menos, una carnicería popular. Entiendo el argumento, yo mismo lo he sostenido en algunas ocasiones, pero no puedo zafarme de una vaga sensación de incomodidad. Creo que hay algo frívolo, inaceptable, en él. ¿Cómo decidir la pervivencia o la extinción de España en la votación de un domingo cualquiera, entre el Ángelus y el vermú? ¿Es ese nuestro peculiar modo de agradecerles a nuestros ancestros su legado? ¿Es ese nuestro peculiar modo de preocuparnos por el bien de nuestros descendientes? En su genial Ortodoxia, Chesterton introduce el concepto de democracia de los muertos: 

«La tradición es la democracia extendida en el tiempo (…) Equivale a conceder el voto a la clase más oscura de todas: nuestros antepasados. Es la democracia de los muertos. La tradición se niega a dejarse someter por esa oligarquía reducida y arrogante que sólo por casualidad sigue hollando la tierra. Los demócratas rechazan cualquier discriminación basada en el nacimiento. La tradición rechaza cualquier discriminación basada en la muerte». A la muy oligárquica intención de que el futuro de España lo decidan los catalanes apenas se le opone la también oligárquica propuesta de que lo decidan los españoles que aún sobreviven. Al erróneo particularismo de los separatistas se le opone, ejem, el muy defectuoso adanismo de los constitucionalistas. 

El problema de los plebiscitos que proponen unos y otros no consiste en que sean demasiado democráticos, sino, más bien, en que no son democráticos en absoluto

Comunidad de pasado, presente y futuro

También el filósofo conservador Edmund Burke teorizó en su momento sobre la nación. Para él sería reduccionista concebirla al modo de los liberales, como una asociación voluntaria de individuos libres e iguales. La patria es mucho más: la comunidad de los difuntos, de los vivos y de los que aún están por nacer. 

Nos damos cuenta ahora de que la aparentemente dichosa premisa de que los españoles tienen derecho a decidir sobre la integridad de su país implica la manifiestamente oscura consecuencia de que tienen derecho a desmembrarlo. No existe la libertad de trocear la propia patria; existe tan sólo el deber moral de protegerla. La misión que tenemos los españoles de hoy es idéntica a la de los españoles de ayer, tan sencilla como exigente: legarles a nuestros descendientes lo que nosotros hemos heredado de nuestros ancestros. Somos apenas un eslabón de la cadena, un fugaz puente tendido entre el pasado y el futuro, los centinelas de un reino que no nos pertenece, los responsables de mantener vivo el fuego durante un tiempo más. 

Creo, con Chesterton, que el problema de los plebiscitos que proponen unos y otros no consiste en que sean demasiado democráticos, sino, más bien, en que no son democráticos en absoluto. Yo estaría muy a favor de un referéndum en el que participasen don Pelayo y don Juan de Austria, que derramaron su sangre por España en el pasado, y los biznietos de Rufián y Pedro Sánchez, que acaso estén llamados a derramarla en el futuro; estaría muy a favor de un referéndum que convocase a Puigdemont y a Lluís Companys, a Feijóo y a Eduardo Dato, a Abascal y a José Antonio; de un referéndum que concitara, como en una secular comunión de los santos, a los españoles de ayer, de hoy y de mañana. 

Pero mientras la realidad, terca como sólo ella sabe serlo, siga negándonos la posibilidad de tan feliz votación, nosotros, valerosos como sólo un español sabe serlo, habremos de seguir defendiendo contra separatistas y constitucionalistas la inviolable, ¡la sagrada!, unidad de nuestra patria. 

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