Por Olivier Bonnassies

Como ingeniero diplomado por la École Polytechnique, siempre persigo una explicación racional a todos los interrogantes que me planteo y la existencia de Dios no iba a ser diferente. ¿Realmente es Dios el origen Creador? ¿Se puede llegar a esta conclusión desde la ciencia, la razón, dejando a un lado la Fe?

En un pasado lejano, en todos los continentes, los hombres eran creyentes. Observando el Universo, su existencia, su grandeza, su belleza, su orden, todo el mundo tenía la intuición natural de la existencia de un Creador, confirmada por las acertadas reflexiones filosóficas de Platón, Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. A ésto se sumó después la revelación judeocristiana, que daba nuevas y firmes razones para creer: la Biblia, el pueblo judío, la figura de Jesús, sus palabras únicas, y los miles de milagros, apariciones, santos y testimonios de encuentros con Dios. Todo ello formaba un conjunto muy sólido de respuestas.

Sin embargo, es a partir del siglo XVI cuando, desde Copérnico a Freud, pasando por Galileo, Laplace y Darwin, la ciencia generó un discurso alternativo que explicaba el mundo de otra manera, sin necesidad de la hipótesis de Dios. Su peso e influencia dieron lugar a un poderoso materialismo ateo que dominó los siglos XIX y XX. Pero en los últimos 100 años, la ciencia ha dado un vuelco total con sus últimos descubrimientos: la termodinámica, la mecánica cuántica, la relatividad, el nacimiento de la cosmología, el descubrimiento de la expansión del Universo, el Big Bang, la complejidad en biología y el asombro ante el increíble «ajuste fino» del Universo.

Este giro lo cambia todo, porque, a lo largo de la historia, la ciencia había sido el único discurso estructurado que parecía oponerse a la creencia en Dios. El adagio de que «un poco de ciencia te aleja de Dios, un mucho te trae de vuelta» es hoy completamente cierto por la fuerza de las implicaciones metafísicas de todo lo descubierto. Esto es especialmente válido para el principio: aunque el Big Bang pudiera haber sido precedido por otras «singularidades» (no es necesariamente el principio absoluto de todo, aunque se le parezca mucho), podemos sin embargo afirmar, basándonos en la racionalidad, la termodinámica y la cosmología -con la fuerza del teorema de Borde-Guth-Vilenkin-, que un tiempo infinito en el pasado es imposible, y que el tiempo, el espacio y la materia, que están vinculados -como demostró Einstein-, tuvieron con toda seguridad un principio absoluto. Y en el origen de este surgimiento, tiene que haber necesariamente una causa que, por definición, es trascendental a nuestro Universo, no material, no espacial, no temporal, y que está dotada del poder de crearlo todo y también de regularlo todo, de forma infinitamente precisa, en los parámetros iniciales del Universo, como en sus cuatro fuerzas, sus constantes y en las leyes de la física, la química y la biología, para que pudieran surgir los átomos, las estrellas y el hombre. Todas estas cosas que, como sabemos hoy, son infinitamente improbables.

Con estos nuevos elementos, podemos utilizar la ciencia para definir lo que todas las filosofías y religiones clásicas llaman «Dios». Pero todo esto sigue sin ser aceptable para los científicos ateos, que se han visto obligados a inventar todo tipo de teorías «desesperadas» para escapar a las conclusiones más naturales. Estos intentos, sin embargo, tienen tres características paralizantes: son especulativos e inverificables; no generan predicciones y no se basan en ningún hecho o dato del mundo real; y todos tienen fallos lógicos o teóricos que los hacen insostenibles. Stephen Hawking se dio cuenta de ello a principios de la década de 2000 y su discípulos Thomas Hertog, que también es no creyente, ha afirmado: «Puedo ver que las explicaciones científicas en boga en ese momento, como la idea del multiverso o una «teoría del todo» están definitivamente «muertas». Así pues, la posición atea es cada vez más difícil de defender, porque la ciencia contribuye a aportar pruebas reales de la existencia de Dios, pero cuidado: esas pruebas son «apofáticas», es decir, se trata de realidades cuya existencia sólo puede deducirse indirectamente, que sólo pueden describirse en términos negativos, ya que sin una revelación positiva no podemos tener el menor conocimiento de la naturaleza de la causa en cuestión.

Pero la conclusión es clara: si la ciencia se ha puesto así patas arriba, y si todas las antiguas pruebas de Dios siguen siendo válidas, entonces, al igual que en una investigación policial, tenemos un conjunto de pruebas sólidas, convergentes, racionales e independientes que debemos examinar. Y ese ha sido el objetivo del libro «Dios. La ciencia. Las pruebas. El albor de una revolución». Porque la cuestión de la existencia de Dios nos concierne a todos; todo el mundo se la plantea en un momento u otro. Muchos creen que es imposible responderla y que, por tanto, carece de interés, pero no es cierto: hoy existen excelentes razones para reabrir racionalmente la cuestión y desde esta tribuna os animo a hacerlo.

El empresario y escritor Olivier Bonnassies es ingeniero por la École Polytechnique, diplomado por el HEC Start-up Institute y licenciado en Teología por el Instituto Católico de París. Coautor del libro « Dios. La ciencia. Las pruebas » junto a Michel-Yves Bolloré, también ingeniero, posgrado en matemáticas aplicadas y doctor en Gestión por la Universidad de París-Dauphine.

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