Artículo original de: El Debate
Por: Adolfo Suarez Illana

Parte de la derecha más rancia de este país está llevando a la, hasta ahora, más sensata y moderada izquierda española –que ha gobernado largos y exitosos años esta nación– y al partido que, más a su izquierda, supo capitalizar la oposición al franquismo y jugar un papel fundamental en la reconciliación de 1978, a un punto de ruptura; no solo entre su propia gente, sino con su propia esencia. Y no por una cuestión ideológica de fondo. No. Tan solo para mantener un gobierno a pesar de haber perdido las elecciones. Perder la esencia para conservar la presidencia. Mal asunto.

Para ello, nos están mareando a todos con un debate que, podrá ser muy interesante para gente como yo, que me apasiona el derecho, pero que no es lo más importante de la cuestión.

El debate sobre la constitucionalidad de la tan discutida amnistía, que podrían disfrazar con cualquier otro nombre, es un trampantojo. No tiene encaje en nuestra Constitución. Es una aberración jurídica. No quiero extenderme mucho en este apartado, muy debatido ya por eminentes juristas, pero sí quiero, al menos, dejar claros tres apuntes desde un punto de vista meramente profesional. Primero, que la prohibición expresa de los indultos generales, que es una medida de gracia menor, supone la prohibición implícita de la amnistía, que es una medida de gracia mucho más amplia. Quien prohíbe lo menos, prohíbe lo más. Segundo, la Constitución consagra el principio de separación de poderes, cosa que vulnera el Derecho de Gracia, por lo que solo caben en la Constitución las medidas de gracia expresamente autorizadas; cosa que sí ocurre con el indulto y no con la amnistía. Tercero, la voluntad del legislador queda meridianamente clara al analizar la tramitación de la propia Constitución y comprobar que se rechazó todo intento de introducirla en el texto. La amnistía, elemento legitimador de un cambio político, no era aceptable ya en democracia.

Pero como decía más arriba, la aberración jurídica que supone todo este galimatías no es nada en comparación con la magnitud de la inmoralidad política que alberga, especialmente para unas fuerzas de izquierda que defendieron, en su momento, la igualdad, la justicia, la democracia y la ley.

Por ello, el debate que deberíamos estar abordando permanentemente es otro, previo, mucho más importante y que hace referencia a la mismísima moralidad política de la medida.

La amnistía, tal y como se utilizó en la Transición –recordemos que fue la primera ley emanada de las Cortes Constituyentes surgidas de las primeras elecciones democráticas en junio de 1977–, es un instrumento jurídico para borrar aquellos delitos que, cometidos con intención política contra una ley antidemocrática en una dictadura, no pueden tener sanción en un sistema democrático. Es importante señalar que, en nuestro caso, fuimos extraordinariamente generosos y tan solo algunos de los amnistiados entonces traicionaron ese perdón para seguir su trayectoria criminal. Curiosamente, esos mismos, integrados en otras siglas, son hoy parte de los que apoyan esta nueva amnistía para los que dicen que lo volverán a hacer. La verdad es que ahí no hay contradicción.

Pero hagamos un poco de memoria. A la muerte del dictador, un numeroso grupo de personas de muy distinto signo político, encabezados por el Rey y respaldados –como luego se vio– por la inmensa mayoría de los españoles, soñaron con alcanzar una España democrática. La cuestión era cómo. Y ahí, sí hubo mucha discusión: ¿reforma o ruptura? Hoy, podemos decir que, afortunadamente, triunfó la reforma y esa transición de una dictadura a una democracia plena, equiparable con todas las de nuestro entorno, se llevó a cabo sin quebrar ni una sola de las leyes de aquella dictadura. De la ley a la ley. Por primera vez en la historia. Con esto en la cabeza, es tan increíble como inaceptable que, en un rincón de esa misma España, donde la Transición también fue votada dos veces –Ley para la Reforma Política y Constitución del 78– con abrumadoras mayorías, se proponga hoy saltarse esa ley, plenamente democrática, para imponernos un sueño particular que no compartimos todos los españoles. El sueño del independentismo no es ilegítimo ni ilegal; lo que sí es ilegítimo e ilegal es intentar imponerlo quebrando la ley que nos dimos todos. Ese es el delito cometido, no soñar ni opinar. Por eso fueron condenados los que, al menos, tuvieron el valor de quedarse para enfrentar las consecuencias de sus actos y, por eso, está en busca y captura quien huyó cobardemente escondido.

Es precisamente para borrar ese delito, imperdonable en democracia, y para conseguir mantenerse en el poder, que el PSOE y el PCE, junto con otros muchos partidos, están dispuestos a traicionarse a sí mismos retorciendo la esencia de un instrumento del Derecho de Gracia tan delicado como la amnistía y que, tan admirablemente, defendieron en el pasado.

Sigamos recordando la historia. El Partido Comunista de España, que también había sido triste protagonista de la contienda (in)civil española, en 1956, veinte años después de su inicio, aludía al espíritu de concordia en un documento titulado «Manifiesto por la Reconciliación Nacional». Manifiesto que, con toda razón, argumentaba que ya existía una nueva generación de españoles «que no vivió la guerra civil, que no comparte los odios y las pasiones de quienes en ella participamos. Y no podemos, sin incurrir en tremenda responsabilidad ante España y ante el futuro, hacer pesar sobre esta generación las consecuencias de hechos en los que no tomó parte». Toda una declaración de intenciones, absolutamente impecable, que sienta los cimientos de la justificación de una amnistía en sentido pleno.

En ese mismo documento se hace referencia a la futura amnistía: una amnistía largamente pedida por la izquierda de este país para eliminar «uno de los obstáculos fundamentales que aún se interponen entre las fuerzas de la izquierda y de derecha en el camino de la reconciliación nacional (que) es, en unos el rencor y los odios que la guerra y la represión sembraron; en otros, el temor a la venganza y a la exigencia de responsabilidades». Aquella Ley de octubre de 1977 no exigió arrepentimiento a nadie, pero sí exigía, en términos de futuro, el compromiso con los principios y valores democráticos que íbamos a terminar de establecer de común acuerdo. Es importante recordar que, si bien ya habíamos elegido a unas Cortes democráticas que estaban redactando una Constitución, todavía no éramos la democracia plena que sí somos hoy. Como apunté más arriba, solo los terroristas, cuyos delitos estaban también incluidos en la amnistía, incumplieron ese pacto de generosidad. Por eso, entre la democracia y el terror totalitario que pretendió liquidarla, no hay reconciliación ni síntesis posible.

La esencia política de la amnistía, como ha quedado claro, es borrar aquellos delitos cometidos contra una ley ilegítima, por dictatorial, en aras de alcanzar una ley democrática, una ley legitimada por el pueblo en una votación limpia, libre y contrastada. Esa ley, en España, se llama Constitución Española, fue votada y aprobada por la inmensa mayoría de los españoles en 1978, para asombro del mundo entero, y no hay delito contra ella que pueda ser considerado político ni digno de amnistía.

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