El “Cabo Quilates” era uno de los barcos-prisión en los que en el verano de 1936, tras el inicio de la Guerra Civil, se confinaron a centenares de personas por su representación parlamentaria, por su ideología política o por puro sectarismo de izquierda. Entre ellos estaba mi abuelo Juan Bautista Guerra García, Diputado al Congreso por Palencia de la CEDA. Tras un bombardeo de Bilbao por la aviación del bando nacional, los barcos-prisión fueron asaltados el 25 de Septiembre y el 2 de Octubre de 1936 por una horda que asesinó a 96 personas. Mi abuelo pudo ser una de ellas, pero había sido trasladado antes a la prisión de Santander. No le sirvió para mucho, pues el 15 de Octubre de ese mismo año fue asesinado, con otras 41 personas (entre ellos ocho religiosos), en el Monte Saja (Cantabria) y enterrado en una cuneta.
La cruz que conmemoraba en la dársena de Portu, en Baracaldo, a las 96 víctimas del asalto al “Cabo Quilates” fue derribada por militantes de Ernai, la rama juvenil de Sortu, brazo político de ETA. Sin duda querían hacer méritos ante sus mayores, responsables de 857 asesinatos, de los que el 44% está aún por esclarecer, con nula colaboración por parte de los supuestamente arrepentidos presos de ETA que el Gobierno de Sánchez está acercando al País Vasco o mejorando en su régimen penitenciario.
El derribo de la cruz del “Cabo Quilates” supone una afrenta al conjunto de los ciudadanos y a la convivencia democrática por varias razones.
En primer lugar, es un desprecio a la memoria histórica que, para tener un mínimo rigor, no debiera excluir los hechos execrables según el bando que los haya cometido. Las víctimas del asalto al “Cabo Quilates” tienen derecho a ser recordadas. Las grandes naciones deben asumir su Historia, con sus glorias y fracasos. De nada sirve reescribir el pasado, pretensión especialmente dañina en un país como España donde las leyes educativas socialistas han deteriorado, hasta extremos inconcebibles, los conocimientos históricos de nuestros jóvenes.
En segundo lugar, el derribo de una cruz constituye una agresión incalificable a los sentimientos más profundos de muchos millones de españoles y a la libertad religiosa amparada por el artículo 16 de nuestra Constitución. Por desgracia, el derribo de Baracaldo es uno más de los muchos que se han producido en los últimos años, demasiadas veces promovidos por Ayuntamientos gobernados por partidos de izquierda.
En tercer lugar, el derribo de una cruz refleja un desprecio al patrimonio cultural, artístico e histórico de Europa. La pretensión de que desaparezcan los símbolos religiosos cristianos en la vía pública parece ignorar la presencia cristiana en ese patrimonio desde hace más de 2.000 años. Si se considera que las banderas y los escudos nacionales constituyen los símbolos más representativos de los estados europeos, se confirma lo expuesto. Once países de Europa tienen una cruz en sus banderas: Noruega, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Reino Unido, Suiza, Grecia, Malta, Eslovaquia y Georgia. Si a ellos se añaden aquellos estados que tienen símbolos religiosos cristianos en sus escudos nacionales se llega a un total de 24 países.
Estos actos sectarios y revanchistas no ocurren porque sí. Describe Stefan Zweig, en su biografía de Fouché, como el extremismo verbal de algunos dirigentes burgueses en la Revolución Francesa llevó a muchas personas a cometer los mayores excesos y crímenes. De igual forma, quienes desde hace años promueven una política laicista contra la Iglesia Católica tienen su parte de responsabilidad cuando alcaldes, concejales o energúmenos intentan hacer esa guerra por su cuenta derribando los símbolos religiosos cristianos en nuestras ciudades y pueblos. Un reprobable sectarismo que ofende gravemente a una gran parte del pueblo español, por encima de sus convicciones religiosas o ideológicas.
En el primer Ayuntamiento de Madrid tras la restauración de la democracia, del que yo fui Concejal de UCD, varias personas pidieron al Alcalde Enrique Tierno Galván que se retirase un gran crucifijo ubicado en la mesa que presidía el Pleno Municipal. Tierno Galván dijo que ese crucifijo era un símbolo de paz y de amor y que debía seguir donde estaba. Y con ese crucifijo gobernó Madrid la flor y la nata de la izquierda socialista y comunista madrileña, muchos de cuyos miembros habían hecho – de verdad – oposición al régimen de Franco y habían sufrido las consecuencias. Eran otros tiempos, menos sectarios y más respetuosos con las convicciones profundas de los demás.
Imagen: La Dársena de Portu, ya sin la cruz de Cabo Quilates. José Mari Martínez (deia.eus)