Rafael Sánchez Saus – Coordinador Grupo de Trabajo Defensa de España Nación


La Navidad es, sin duda, la más universal de todas las fiestas y, precisamente por ello, adquirió desde el principio el intenso sabor particular que la caracteriza, especialmente en los pueblos de vieja raíz cristiana. España no podía ser menos y, aunque no existan testimonios de los primeros tiempos de su celebración, que podemos fijar, al menos en Oriente, hacia el siglo III, los que conocemos de los primeros siglos medievales, especialmente los procedentes del reino godo de Toledo, nos confirman en esa idea.

Quizá la más notable peculiaridad hispana fuera el sesgo mariano que muy pronto adquirió la celebración de la Navidad. Puede afirmarse que las hondura de la Pascua de Navidad en una comunidad cristiana es escrutable en el vigor con que se celebra y se contempla el Adviento, periodo al mismo tiempo gozoso y penitencial, de auténtica espera, que se extiende durante las cuatro semanas previas al 25 de diciembre. Pues bien, en el X Concilio de Toledo, celebrado en 656, se dictaminó que para aumentar la solemnidad de la fiesta de la Maternidad Divina, y puesto que el 25 de diciembre está tan centrado en la figura del Niño Dios, “se celebre el día octavo antes de la Navidad del Señor y se tenga dicho día como celebérrimo y preclaro en honor de su Santísima Madre”. Este es el origen de la tan española festividad de la Virgen de la Esperanza, de la Expectación del Parto o simplemente de la O, que da un sello especial al tiempo de espera, centrándolo en María, quien viene a preparar el camino para la llegada de su Hijo al mundo, al que viene a salvar. Esta fiesta se extendió luego a otras Iglesias, pero en ninguna tuvo el desarrollo adquirido en la hispana y en las que nacieron de ella.

Los padres conciliares de 656, entre los que se encontraban figuras preclaras del episcopado y de la más alta cultura de aquel tiempo, como san Eugenio y san Ildefonso de Toledo, o san Fructuoso de Braga, dieron, pues, esa respuesta teológica y litúrgica a una necesidad devocional que no tendría sentido si para entonces la Navidad no hubiera ya sido una fiesta profundamente enraizada y vivida en España. Cuando desde décadas más tarde, y durante varios siglos, esa primera cristiandad hispana se viera obligada a vivir bajo el dominio musulmán, no por ello dejó de celebrar con gran alegría la fiesta de la Navidad, a la que, atraídos por ese carácter jubiloso, se asociaban no pocos mahometanos –ellos la llamaban Milad, con el mismo nombre reservado al nacimiento de Mahoma- a pesar del disgusto que ello producía en los ulemas y alfaquíes de la rigurosa escuela malikí, predominante en al-Andalus.    

Que este recordatorio de la peculiaridad de la Navidad en España, de su inmensa fuerza y de su estrecho vínculo con la espera y el gozo de María antes del nacimiento de Jesús, nos lleve a nosotros a querer profundizar aún más en el sentido redentor, de esperanza cierta, que para todos los cristianos han de tener estos días.

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