Artículo original de: El Debate

Por William Gonch

En su libro de 2015 Homo Deus, el filósofo Yuval Harari sostiene que las religiones del mundo, antaño fuerzas de innovación, se han convertido en defensoras del inmovilismo. «El Vaticano», escribe Harari, «era lo más parecido que la Europa del siglo XII tenía a Silicon Valley». La Iglesia creó las «primeras empresas de Europa: los monasterios», «lideró la economía europea», inventó la universidad, dio origen a la revolución del tiempo medido con un reloj y es responsable de la «noción hasta entonces herética de que todos los humanos son iguales ante Dios, cambiando así las estructuras políticas humanas, las jerarquías sociales e incluso las relaciones de género». Pero hoy, la Iglesia católica y otras religiones «hace tiempo que dejaron de ser fuerzas creativas para convertirse en fuerzas reactivas». Los científicos inventan nuevas tecnologías, los pensadores sociales progresistas abogan por nuevas formas de vida y los líderes religiosos responden intentando ponerse al día.

Como católico y conservador que valora la tradición, no estoy de acuerdo con muchas de las afirmaciones de Harari, pero en este punto acierta. Las tradiciones -ya sean religiosas, intelectuales, artísticas o nacionales- suelen ser depósitos de sabiduría, y muchos de nosotros recurrimos a ellas en busca de orientación moral, prácticas religiosas y un sentido de comunidad. Pero hoy en día, incluso aquellos de mentalidad más tradicional, rara vez recurren a ellas en busca de nuevas ideas.

El cristianismo, por ejemplo, ha creado numerosas instituciones y patrones de vida social a lo largo de los siglos: universidades, monasterios, hospitales, órdenes mendicantes, gremios, cofradías y mucho más. Llevó a cabo enormes experimentos sociales destinados a alimentar a los hambrientos, a cuidar a los enfermos, a visitar a los presos y a satisfacer otras exigencias de la fe cristiana. Y también transformó la imaginación. La Encarnación reveló el infinito valor de las almas humanas ordinarias y de las acciones cotidianas. Cuando los artistas se enfrentaron a las acciones de Dios y trataron de darles sentido, convirtieron a la gente corriente (no a los dioses ni a los héroes) en protagonistas de sus historias. Del mismo modo, donde un templo antiguo celebraba el triunfo o el sufrimiento de héroes con formas perfectas y musculosas, una vidriera medieval muestra a una mujer corriente dando de comer a los pobres. Tanto en el arte como en la teología, la Iglesia derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes. Esta transformación artística expresó las implicaciones del Evangelio a través de la imaginación de la gente corriente.

Pero en algún momento, los cristianos empezaron a imitar las prácticas, artes y modos de vida seculares. Cuando los cristianos, hoy en día, crean instituciones para llevar a cabo obras de misericordia, esas instituciones, demasiado a menudo, se parecen inquietantemente a una ONG, con directores ejecutivos, jefes de departamento y personal empleado. Y lo mismo ocurre en las artes: la inmensa mayoría de los grandes artistas cristianos de los últimos 100 años han trabajado dentro de las formas y contextos definidos por sus colegas seculares. Es raro el artista cristiano que provoca que el resto del mundo levante la vista y piense: «Oye, esto me interesa».

Los escritores, cineastas, artistas e intelectuales se engañan a sí mismos cuando descuidan la tradición, pero es fácil entender por qué muchas de las figuras más creativas de nuestra cultura la ignoran. El problema es que el pensamiento moderno -tanto conservador como progresista- tiende a imaginar las tradiciones como almacenes. Una tradición contiene enseñanzas, prácticas y roles sociales, y nuestra tarea, si formamos parte de ella, es poner en práctica lo que contiene. Si estás dentro de una tradición, ésta parece un gran y sensato apoyo; si estás fuera, puede parecer fácilmente irracional y opresiva. En uno u otro caso, tendemos a verla como algo fundamentalmente inerte que existe fuera de nosotros y que podemos utilizar como queramos.

Pero una tradición no es un almacén de normas establecidas. A diferencia de los objetos susceptibles de ser almacenados, una tradición sólo vive en las personas que participan en ella y la transmiten, es decir, en nosotros. No se trata solo de que los miembros de una tradición la reimaginen constantemente, sino de que la tradición, si goza de salud, puede impulsarles e inspirarles para reimaginar todo lo demás. Creo que el buen arte y una sana tradición van de la mano. Y tanto si te interesa el arte como si lo que te interesa es la tradición o ambas cosas a la vez, es beneficioso comprender lo que las tradiciones pueden ofrecer a las personas cuyas vidas y trabajos se basan en la creatividad.

Por qué los «creativos» necesitan la tradición

Todo el mundo contribuye a la cultura, pero algunas profesiones -la escritura, el arte, el periodismo, el cine y el mundo académico entre otras- tienen una enorme influencia. Y para triunfar en cualquiera de estos campos necesitas una dieta constante de cosas nuevas que contar. Si eres escritor, te ganas la vida encontrando nuevas historias y contándolas de forma original o descubriendo nuevas ideas y compartiéndolas con tus lectores. Los cineastas, los artistas, los intelectuales y otros profesionales creativos no pueden hacer su trabajo contando las mismas historias una y otra vez. Quieren que las ideas sean verdaderas, pero necesitan generar nuevas y originales visiones creativas.

Hoy en día muchos y destacados artistas recurren a la ciencia y al progresismo como sus principales fuentes de ideas nuevas porque consideran que son estas corrientes de pensamiento, y no una tradición como la cristiana, las que están dando forma a nuestro mundo. La neurociencia cognitiva está ampliando nuestra comprensión del cerebro y de nuestro comportamiento; la ciencia de datos está explicando fenómenos antes oscuros. La manipulación genética y la experimentación transhumanista proporcionan imágenes a los escritores, ya sean autores de ciencia ficción o futuristas como Harari.

Independientemente de lo que piensen los conservadores sobre las ideas progresistas, esas ideas tienen potencial creativo. El progresismo ofrece a los artistas algo que necesitan desesperadamente: un punto de observación desde el que contar nuevas historias. Reconsiderar los valores de las antiguas narraciones permite a los escritores reescribirlo todo, desde los cuentos de hadas (Wicked) hasta la fundación de los Estados Unidos (Hamilton). También la historia ha cobrado nueva vida gracias a los historiadores que estudian las voces hasta ahora marginadas: por poner un ejemplo, determinados especialistas han abierto un enorme campo de nuevas investigaciones al estudiar la historia de América desde la perspectiva de los esclavos.

Pero una narración puede ser fresca y original sin tener que ser antitradicional. El arte y la literatura cristianos, por poner un ejemplo, están llenos de narraciones creativas que llevan el Evangelio a nuevas situaciones: desde los misterios del teatro medieval, pasando por el drama de Shakespeare, los sonetos de Milton y Donne, hasta las novelas de Balzac y los relatos de Flannery O’Connor. Cuando Dante se propuso reescribir la epopeya al modo cristiano no satirizó las antiguas epopeyas; hizo de Virgilio su guía. Lo mismo ocurre en el ámbito del pensamiento. La tradición teológica de la Iglesia está llena de nuevos inicios que, sin embargo, son continuación del pasado. En su día, santo Tomás de Aquino fue un revolucionario y san Juan de la Cruz fue encarcelado por sus propios superiores. La tradición ha fomentado en el pasado la creatividad; y puede hacerlo de nuevo si somos capaces de encontrar nuevas formas de imaginarla.

Encontrar nuevas metáforas para la tradición ayudará a que las tradiciones sigan vivas, pero también ayudará a los artistas, sean izquierdistas, conservadores o apolíticos. Creo que mis amigos izquierdistas pueden estar de acuerdo conmigo en esto: estamos asistiendo a muchas reescrituras torpes y tendenciosamente progresistas de viejas historias y cada vez es más difícil contar, y más difícil encontrar, reescrituras verdaderamente frescas y originales a partir de la sensibilidad progresista contemporánea. El problema no está en que se reescriban viejas historias, Sófocles y Virgilio ya lo hicieron. El problema es que esas reescrituras son demasiado facilonas y, por lo tanto, aburridas. Meter a la fuerza historias complejas en estrechos marcos políticos reduce el abanico de historias que se pueden contar. Me gustaría pues hacer esta propuesta a los artistas: si estáis cansados de contar las mismas viejas historias de opresión, echad un vistazo a las tradiciones artísticas, intelectuales y religiosas de Occidente. Al contrario de la imagen tópica que nos presenta la tradición como algo anquilosado y mortecino, creo que descubrirán que ofrecen un punto de vista desde el que contar historias nuevas, y que éstas son más interesantes y sorprendentes de lo que suponían. Pero para conseguirlo vamos a tener que cambiar nuestra forma de pensar sobre la tradición. Voy a proponer tres metáforas que nos ayuden a verla en su distintiva combinación de humildad, mutabilidad y asombro.

El fondo del armario

Cuando tenía 12 años mi abuela me regaló un ejemplar de New Lifetime Reading Plan, un libro de reseñas breves sobre obras clásicas de la literatura y la filosofía escrito por Clifton Fadiman y John S. Major. Era un libro escrito para lectores corrientes que querían leer a los clásicos: Platón, el Ramayana o Guerra y PazFadiman y Major eran contundentes y dogmáticos. En sus afirmaciones intelectuales proponían una élite sin complejos, pero no eran elitistas: el libro formaba parte del movimiento de los Grandes Libros que pretendía introducir a los lectores corrientes de mediados del siglo pasado en la literatura y la filosofía clásicas occidentales. Los defensores de los Grandes Libros creían que llevar a los lectores a los clásicos los convertiría en mejores ciudadanos democráticos y, sobre todo en Estados Unidos, les proporcionaría una cultura intelectual y nacional común comparable a la de las naciones europeas.

Yo no sabía nada sobre todo esto y no me di cuenta de que las opiniones de Fadiman, expresadas en un tono que no daba opción a llevarle la contraria, eran a menudo discutibles. Nada de eso importaba, porque el libro te abría a un mundo más grande. Los Grandes Libros me ayudarían a comprender la naturaleza humana, no dándome un código maestro de la experiencia humana, como me ofrecían la economía o las ciencias sociales, sino revelándome que el mundo era un lugar más grande, extraño y apasionante de lo que yo pensaba. Estas obras sugerían que el mundo que yo conocía, de estudiar mucho, ir a la universidad y seguir una carrera, era la superficie de un océano, y que Dante y Homero nos mostraban la rebosante vida que había bajo esa superficie. Era un mundo en el que los seres humanos eran más difíciles, complicados e interesantes de lo que parecían a simple vista. Leer grandes libros no me llevaría a Harvard, sino a Hogwarts, y yo quería entrar en ese mundo.

Harold Bloom afirma que los personajes de Shakespeare están más vivos que las personas reales. Bloom se equivoca, pero su error es comprensible, porque Shakespeare trata a sus personajes con la profundidad, la complejidad y la dimensión trágica que tienen las personas reales pero que rara vez revelan. Leer a Shakespeare nos muestra a las personas que nos rodean tal y como son, que es mucho más de lo que percibimos de primeras. Otros grandes libros, también, nos introducen en un mundo oculto que está a nuestro alrededor, mostrándonos esa vasta parte del mundo que está escondida. Se trata de la parte trasera del armario que lleva a Narnia.

Los Grandes Libros son como un bosque y cuando estoy en un bosque mi mente tiende a llenarlo de criaturas míticas. No es algo que me haya propuesto; simplemente veo un arroyo que baja por debajo del saliente de unas rocas e imagino que un dragón tiene que haber encontrado su guarida allí abajo. Más adentro, caminando entre sombras verdes y husmeando el olor de las hojas en descomposición, pienso en los Kodama, las diminutas criaturas del bosque de La princesa Mononoke, de Miyazaki. Cada vez que me vienen estas ideas a la cabeza hacen que el bosque parezca más vivo y lleno de significado. Convierten el bosque en un símbolo de un mundo en el que experiencias cargadas de sentido se esconden por todas partes.

Los Grandes Libros de Occidente ofrecen sabiduría combinada con esta sensación de significado oculto. Cuando empecé a leerlos de adolescente me ayudaron a entender a mis vecinos, sobre todo en una época en la que era tímido y trataba de comprender el mundo. Pero también me dieron esa intensa sensación de que el mundo era como un bosque lleno de dragones: repleto de cosas que merecía la pena descubrir. En este sentido, los Grandes Libros son diferentes de la psicología, la economía, los negocios y otros tipos de conocimiento a los que la gente recurre hoy en día. A diferencia de esas materias, la tradición literaria e intelectual occidental ofrece una sabiduría que no reduce a las personas a explicaciones. Al contrario, cada explicación amplía nuestro sentido de lo que necesitamos aprender, de modo que la lectura de estos libros combina extrañamente la emoción de un nuevo conocimiento con la emoción de la humildad, de ver lo mucho que queda por saber.

Antes que nada, pues, una tradición viva restaura el asombro en el mundo. Pero es práctica además de imaginativa: una tradición nos permite hacer cosas.

El anciano astuto

En Karate Kid, una de las grandes películas americanas de los años 80, el adolescente Daniel LaRusso es víctima de una paliza de unos matones locales hasta que un anciano de Okinawa llamado Sr. Miyagi le rescata. Los conocimientos de kárate de Miyagi le permiten derrotar a los matones y «Daniel-san» le ruega a Miyagi que le enseñe a defenderse. Miyagi acepta, pero en lugar de darle clase, obliga a Daniel a encerar sus coches, pintar su valla y realizar otras tareas de poca importancia. Al final, Daniel, que se siente explotado, estalla contra Miyagi, y entonces Miyagi le revela que los movimientos repetidos de sus tareas han entrenado sus instintos para realizar los movimientos básicos del kárate («encerar arriba, encerar abajo»).

Si la parte trasera del armario nos muestra cómo la tradición atrae nuestra imaginación, el Sr. Miyagi nos muestra cómo nos unimos a una tradición, o más bien cómo la tradición se une a nosotros. La primera atracción que sentimos por una tradición es tanto estética como racional. Cuando Miyagi derrota a los matones que han humillado a Daniel, éste ve el poder de un karateca y piensa: «Quiero ser como él». La mayor parte del conocimiento vinculado a la tradición funciona de la misma manera. No nos convencen los argumentos ni las explicaciones; Miyagi se niega a explicar por qué quiere que Daniel encere sus coches. Una tradición nos atrae porque nos capacita para hacer algo o, aún más, para ser alguien. Exploramos una tradición para llegar a ser como las personas que vemos en ella.

Aunque unirse a una tradición implique mucha repetición que parece carecer de sentido desde fuera (y a veces también lo parece desde dentro). Daniel se frustra lavando los coches de su mentor una y otra vez, y se siente explotado: ¿este tipo me está enseñando algo o sólo quiere un lavado de coches gratis? La frustración de Daniel expresa la forma en que la cultura moderna suele imaginar el pasado: como un conjunto de prácticas culturales inútiles que permiten a los poderosos explotar a los débiles. En realidad, esas prácticas no son ni inútiles ni explotadoras, pero sólo podemos ver su valor desde dentro de la tradición. A medida que Daniel aprende kárate, llega a comprender por qué Miyagi le ha impuesto estas tareas. Sólo después de que Daniel haya sido formado por la tradición podrá entender por qué se le enseñó como se le enseñó. Y esto también es un elemento de todas las tradiciones: como ha argumentado Alasdair Macintyre, es difícil, quizá imposible, explicar su razonabilidad a alguien ajeno a ellas. Incluso las mejores tradiciones crean una ilusión por la que sus prácticas pueden parecer arbitrarias, o incluso irracionales, hasta que empiezas a dominarlas. A medida que incorporas una tradición a tu vida, vas viendo una coherencia que antes no te parecía evidente.

Karate Kid revela también otro aspecto de la tradición: muestra cómo la interiorización de una tradición permite la libertad creativa de quienes participan de ella. Un instructor de kárate que enseña a principiantes les impondrá tareas sencillas y repetitivas: lanzamientos, golpes, bloqueos. Los alumnos harán algunas de estas cosas correctamente, pero también cometerán muchos errores. Bloquearán de forma incorrecta, perderán el equilibrio al patear y golpearán con los dedos enrollados sobre sus pulgares (¡ni se te ocurra intentarlo!).

Ninguno de esos errores de principiante sorprenderá al profesor; de hecho, es prácticamente imposible que los principiantes sorprendan a un buen profesor. Los principiantes son predecibles: aunque intenten ser creativos, no saben lo suficiente como para hacer algo nuevo. Para que aparezca la verdadera creatividad, hay que ver luchar a un maestro. La mayor parte de lo que hace expresa su profundo entrenamiento que ha automatizado muchas de sus acciones, pero es capaz de percatarse de lo que no se ha hecho antes y de lo que se puede añadir a la tradición. Lo mismo ocurre con cualquier práctica tradicional. Largos años estudiando a los antiguos maestros hicieron posibles las trayectorias de Monet y Picasso. Los bailarines principiantes son todos iguales; cada bailarín experimentado tiene su propio estilo.

Al interiorizar una tradición podemos ver que casi todas las corrientes actuales del pensamiento progresista -desde la teoría crítica hasta el tecno-progresismo de Davos, pasando por la psicología pop- comparten una idea equivocada sobre el individuo. Los pensadores progresistas asumen que la creatividad, la libertad y la individualidad se consiguen rechazando u oponiéndose a la tradición. Me defino a mí mismo, encuentro mi yo más verdadero, dentro de mí mismo, definiéndome en contra del lugar del que procedo, en contra del pasado. La idea moderna es que el pensamiento original debe surgir de la crítica y del rechazo del pasado. Pero el pensamiento, en el mejor de los casos, es sintético. Fusiona viejas ideas, artes y prácticas con nuevas ideas y percepciones individuales para ampliar la tradición de la que forma parte.

Esta es la segunda constatación clave sobre la tradición: sólo podemos acceder a la auténtica creatividad interiorizando una tradición. Si no lo hacemos, pensamos que estamos siendo originales cuando lo que estamos haciendo es reciclar viejos descubrimientos mundanos.

La lente ocular

Pero hay un problema con mi metáfora de Karate Kid: la creación no es algo intrínseco a artes como la danza, el kárate o la carpintería. Por muy creativo que sea un bailarín, innovar en el vals no forma parte del vals. Uno se convierte en maestro de artes marciales aprendiendo a luchar, no aprendiendo a inventar nuevos golpes. Pero en las bellas artes, la creatividad y la innovación son inseparables de la excelencia. Un novelista que se limitase a repetir los logros de novelas anteriores no será, por esa misma razón, un genio de la novela. Se convertirá en uno de los grandes cuando escriba un libro que, de alguna manera, hace algo que ninguna novela nunca ha hecho antes. Escribir una novela original es a lo que el artista aspira. Si las tradiciones de este tipo no continúan permitiendo que aparezca una creación original, mueren. Y aunque las tradiciones intelectuales no consideran la originalidad novedosa como su núcleo esencial, ésta sigue siendo uno de sus elementos esenciales. Un filósofo tomista puede ser totalmente fiel a Santo Tomás, pero no se limita a repetir a Santo Tomás. Jacques Maritain y Etienne Gilson adaptaron a Santo Tomás a una época y una cultura muy diferentes. Para que el tomismo esté vivo, debe hacer posible que haya desarrollo en su seno. Si queremos imaginar en plenitud la tradición, necesitamos una metáfora que capte su continuo potencial creativo.

Flannery O’Connor nos ofrece una metáfora de este tipo: al escribir sobre la Iglesia católica, la califica de «poderosa extensión de la mirada». No sustituye a la visión personal de cada uno; más bien, uno mira a través de ella para ver cosas que no habían sido evidentes hasta entonces. O’Connor critica a los católicos que «abusan» de la visión de la Iglesia «pensando que podemos cerrar nuestros propios ojos y que los ojos de la Iglesia ya se encargarán de ver». En cambio, aboga por incorporar la visión de la Iglesia a la propia, permitiéndonos ver más allá. Imagina la tradición como unas gafas que hacen nítido un mundo borroso. Para ver bien el mundo, necesitas tanto las gafas como tus propios ojos.

Algunas tradiciones lo abarcan todo, como las gafas: aclaran todo lo que vemos. Pero otras tradiciones artísticas como la novela, la tragedia o la pintura paisajística son más parecidas a las lentes oculares especializadas de un telescopio o de un microscopio. Nos muestran cosas que no podemos ver sin ellas, como la vida oculta en un poco de tierra aparentemente muerta. No explican el mundo entero, pero son potentes herramientas para comprender partes de él. Podemos pensar de la misma manera sobre tradiciones que no son las nuestras. No me creo las afirmaciones totalizadoras de Kant o Hegel, pero el idealismo alemán me proporciona una lente poderosa para darme cuenta de facetas del mundo que me perdería si no lo hubiera estudiado. Podemos mezclar tradiciones, utilizando múltiples lentes que se ayuden mutuamente para obtener una imagen más completa.

Los relatos de O’Connor muestran cómo incluso tradiciones antitéticas pueden combinarse para mostrar algo que ninguna de ellas podría haber revelado por sí sola. Al final de su vida, O’Connor reflexionó mucho sobre Freud y el psicoanálisis, que concibe la religión como una neurosis a gran escala. Freud afirmaba que la religión era un mecanismo de defensa contra los deseos frustrados de agresión, sexo y venganza. Pero O’Connor, mirando el relato freudiano del deseo a través de su visión católica, se preguntó: ¿y si el deseo de Dios fuera un deseo auténticamente básico, tan real como los deseos que Freud estudiaba? En ese caso, la concepción de Freud sobre la religión no es un error o un malentendido. Podría ser el propio mecanismo de defensa de Freud contra su deseo de amor trascendente. En un ensayo, O’Connor sugiere que Freud encontró la idea de Dios tan psicológicamente amenazadora que construyó toda una noción de la religión para evitarla. Y en sus últimos relatos nos muestra a personajes cuya búsqueda de autonomía es una defensa neurótica contra sus propios anhelos de Dios.

O’Connor tuvo una intuición crucial: el deseo moderno de libertad y autonomía es, a menudo, una defensa infantil contra el miedo al amor y al compromiso. Su intuición surgió al probar la lente del psicoanálisis y ver lo que añadía a su visión. No podía provenir únicamente de una lente psicoanalítica, ni únicamente de las tradiciones que ella ya poseía (el catolicismo, la cultura del sur de Estados Unidos, la novela gótica). O’Connor confiaba en sus propias tradiciones más que alguien que las viera como reglas y respuestas que había que repetir. Miró a través de su tradición, viendo el mundo a su luz, y se preguntó cómo podría plasmarse esa visión en el arte. Estar dispuestos a arriesgarnos a combinar nuestras tradiciones con otras visiones es una forma más creativa y emocionante de relacionarnos con ellas, una forma que revelará más de aquello que pueden enseñarnos.

Creatividad, sorpresa y misterio

Empecé sosteniendo que los artistas y los intelectuales necesitan crear cosas nuevas y contar historias nuevas. Para contar una historia nueva que impacte, la idea de un artista necesita dos cualidades: tiene que describir el mundo verdaderamente (una verdad incompleta puede aceptarse, pero una falsedad directa no perdurará), y tiene que mostrarnos algo que ningún otro libro, o pintura, o composición hayan mostrado. Eso no significa que tenga que cuestionar creencias muy comunes, sino que parte de la experiencia artística consiste en aprender algo nuevo.

Los libros antiguos y las tradiciones religiosas parecen el último lugar donde buscar novedades, pero tienen algo que la ciencia y la política contemporáneas no tienen: salvaguardan el misterio. El término «misterio» no significa que no comprendamos algo. Podemos entenderlo muy bien, pero sigue siendo un misterio si sigue habiendo algo más que saber. La filosofía griega, la teología medieval y la literatura de Occidente tienen esto en común: amplían nuestra comprensión al tiempo que amplían nuestro sentido de lo mucho que nos queda por entender. Las tres metáforas para la tradición que he usado antes -el fondo del armario, el profesor de kárate y las gafas que revelan- representan la fuerza de una tradición para enseñarnos, pero también para proteger nuestra capacidad de sorprendernos.

Las tradiciones vivas son fuentes de conocimiento, pero se diferencian de la ciencia o la política modernas en que siempre apuntan a que los seres humanos somos inagotables. Los personajes de una novela, una película o un cuadro inspirados en la tradición serán algo más que lo que aparece en la página, la pantalla o el lienzo. Lo que vemos serán como escalones en el camino hacia una mayor comprensión, porque su visión de la persona humana es la de alguien que nunca se detiene. Esa sensación de estar ante una comprensión cada vez mayor es difícil de encontrar hoy en día, cuando gran parte de nuestra cultura se basa en las certezas de la ciencia y la política. Es una visión sorprendente y fructífera, de la que nadie se arrepiente cuando se acostumbra a ella.

Así que me gustaría hacer esta propuesta a artistas, escritores, estudiosos y pensadores que busquen ideas frescas y material nuevo: como experimento, miren al mundo a través de las tradiciones religiosas y filosóficas de Occidente. Se llevarán una sorpresa. La gente y los lugares les parecerán extraños y probablemente percibirán cosas que antes no habían advertido. No hace falta que acepten todo lo que dice la tradición para ampliar su propia visión: simplemente pruébense las gafas. Puede que descubran que te permiten ver cosas de las que no te habías percatado; y puede que ya no quieran quitárselas.

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